En tiempos de la posverdad, también conocida por los especialistas como “la mentira emotiva”, en los que la verdad es distorsionada deliberadamente para conseguir un fin publicitario, mediático, político, económico, o todo a la vez, el auge de los nuevos fascismos, con cuya política propagandística tiene que ver toda esta filosofía de la confusión, y de dirigentes mediáticos que resultan gestores desastrosos, es un fenómeno que se estudiará en breve por los historiadores.  Durante los últimos años hemos asistido a un peligroso renacer de filosofías neofascistas, en países que se suponían vacunados contra ellas, como Alemania, Italia, Francia o España. Figuras como Matteo Salvini -felizmente desaparecido de escena-, Bolsonaro, Santiago Abascal, López Obrador, Boris Johnson o Donald Trump, todos ellos “Fakes” andantes, han alcanzado el poder o cuotas importantes de él,  en países de enorme relevancia en el mundo con discursos populistas, con titulares falsos, y haciendo de la mentira impuesta verdad. En algunos casos por el hartazgo de la ciudadanía de la política y los políticos tradicionales, en otros, como en el caso de Trump, por la inversión de capital propio y de opacos intereses multinacionales en tener a un bufón que entretenga y firme bajo cuerda los contratos que mejor les venga, en otros por perversas carambolas de las coyunturas sociopolíticas.

El mayor problema es que, ante contingencias como la que estamos viviendo de la pandemia del COVID 19, la mala gestión, o no gestión de estos elementos descerebrados repercute en la salud, la economía y el equilibrio mundial. La ruptura de acuerdos, el bloqueo de tratados fundamentales para la salud medioambiental del planeta, para la paz geoestratégica de ámbitos como oriente medio, conflictos que desequilibran la economía mundial como los generados contra China, desde que Trump ha impuesto su telerrealidad como diplomacia estadounidense, son un desastre del que aún no hemos empezado a calibrar las consecuencias. La ruptura de EEUU con organismos internacionales como la OMS, por poner sólo un ejemplo, por no salirse con la suya Trump, como el niñato malcriado y egocéntrico que sigue siendo en un cuerpo mutado por los rayos uva y el botox, forman parte de la irrealidad que pretende imponernos un personaje que cree que está en uno de los realities shows por los que se hizo famoso.

La inteligencia y la capacitación, además de trabajar al servicio del  interés general, deberían ser  condiciones sine qua non para cualquier dirigente político, más en un presidente de una nación. Esto, que incluso podría suplirse con un buen gabinete, es pecado menor en comparación con que alguien como Trump sea, y lo ha vuelto a confirmar, un racista ensoberbecido de su supremacía racial, que no esconde su desprecio por los que no pertenezca a su etnia. Lo sucedido  el pasado 25 de mayo en el cruce de la calle E.38 con la avenida de Chicago del tranquilo barrio de Powderhorn de Minneapolis, y las lamentables declaraciones del presidente estadounidense, más preocupado de reprimir con más violencia a los manifestantes que en condenar lo sucedido, lo confirman.  Derek Chauvin, un policía blanco de 45 años, mataba a sangre fría a un desarmado George Floyd negro de 46 años. El presidente se ha atrevido, incluso, a banalizar en una rueda de prensa, nombrando a la víctima como interlocutor en unas declaraciones sobre empleo, como si fuera una broma lo que ha pasado. No sé de qué se sorprenden los estadounidenses. Trump fue aupado por los sectores más reaccionarios del país, los supremacistas blancos, los nostálgicos del Ku Klux Klan, los poderes económicos de las industrias de las armas, las farmacéuticas, y las petroquímicas. En una campaña sucia, plagada de mentiras y bulos pagados contra la candidata Hillary Clinton. Nada más llegar Trump, con la promesa del muro con México, eliminó la cooficialidad en el país del español, que había introducido su predecesor Obama, ante la realidad multicultural del país. Lanzó su ataque contra el Obama Care, que habría cubierto las necesidades de muchos de los que, ahora, ante la pandemia, están aún más expuestos y sin coberturas sanitarias. En definitiva, estamos contemplando la realidad prometida por un necio peligroso, digno hijo de la endogamia y la consanguineidad del reaccionarismo más salvaje. Actitudes y pensamientos racistas, neo fascistas, negacionistas, homófobos, misóginos, como los de Trump y sus simpatizantes en el mundo u homologables, deberían ser inhabilitadores, por ley para tener ningún tipo de representación o cargo público.  La única esperanza que nos queda es que, lo que la pantomima del Impeachment no consiguió, entre otras cosas por la inacción de su propio partido, lo va a conseguir el clamor de lo que ha sucedido en Mineápolis con George Floyd, y que ha hecho de EEUU y del mundo un lugar irrespirable para todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Está claro que los estadounidenses no van a perdonar a Trump, en las próximas elecciones, su actitud, sus palabras y sus hechos. El “I Cant Breathe” (no puedo respirar) es una sensación generalizada en la ciudadanía del país norteamericano, que está somatizando en su sociedad, y en el prestigio de una nación de cara a la comunidad internacional.  Puede que a Trump no le importen las vidas negras, ni las hispanas, ni las asiáticas, ni la de nadie que no sea él mismo, por mucho que enarbole la Biblia, que evidentemente no ha leído, y para él es solo un arma arrojadiza más, pero a los demás sí. La historia ya ha emitido un juicio en vida sobre este presidente, que estará en el cajón de desastres históricos. Ojalá aprendamos todos del vergonzoso ejemplo.