La psicopatía, de manera muy sintética, es la ausencia de conciencia, es decir, la ausencia total de empatía respecto de los otros, con todas las consecuencias que ello conlleva; es la maldad extrema. Los que tienen el trastorno psicopático de la personalidad, que no es una enfermedad, sino una perturbación, son incapaces de sentir amor, compasión o respeto por nadie; aunque, por supuesto, son grandes manipuladores y abusadores, y saben muy bien cómo aparentar lo contrario. De hecho, estructuran su vida en torno a máscaras según la imagen que les beneficia ofrecer en cada momento. No es algo extraño ni raro. Todos vivimos rodeados de este tipo de personajes siniestros, aunque de cara a la galería aparentan una perfecta normalidad. No son solamente los asesinos en serie. De todos psicópatas los que delinquen son menos del 0,5 por cien. Alrededor de un 2-4% de la población son psicópatas puros, o estructurales (nacen “así”); pero en total, cerca del 10% de la humanidad tiene rasgos psicopáticos, en mayor o menor medida.

Justamente esos datos estadísticos coinciden plenamente con los datos antropológicos de la etnóloga y pensadora francesa Germaine Tillion, quien afirma, literalmente, que “la humanidad se compone de dos minúsculas minorías: la de bestias feroces, traidores, sádicos sistemáticos de un lado, y de otro lado, hombres de gran valor y gran generosidad que ponen su poder, si le tienen, al servicio del bien. Entre esos dos extremos, la inmensa mayoría se compone de personas comunes, inofensivas en tiempos de paz y prosperidad, pero que pueden convertirse en temibles en tiempos de crisis”. Un retrato perfecto, en mi opinión, de la condición humana.

Además de esa psicopatía estructural, existe otra psicopatía adquirida, producto, casi siempre  de maltrato y de traumas en la infancia. Digamos que estos niños aprenden, a  modo de autodefensa, a “cortar” el circuito neuronal relacionado con las emociones, con los sentimientos, con la compasión, y así se vuelven indemnes al dolor, sin saber que esa ausencia de dolor les convertirá en adultos insensibles e inhumanos, y en potencia, muy crueles; y, por descontado, muy infelices, porque las emociones y los sentimientos forman parte fundamental de la maravillosa condición humana. Podemos, por tanto,  confirmar la enorme importancia del amor en la infancia; y la enorme importancia del amor para el mundo. En palabras del neurobiólogo alemán Gerald Huther, el amor (empatía, compasión, respeto, solidaridad, hermandad, llámese de las mil formas como se puede llamar) es nuestra única perspectiva de supervivencia en este planeta.

Y existe otro tipo de psicopatía, la cultural, ésa que se adquiere a través del adoctrinamiento, a través de la insensibilidad que nos provocan a través de la educación, de las ideas que nos inyectan en vena desde la infancia contrarias a la verdad, al respeto, a la tolerancia y al amor verdadero al otro. Y a través de hábitos, costumbres y tradiciones de nuestro supuesto legado “cultural”, aunque en realidad sean verdaderas aberraciones, como, por ejemplo, la normalización de cualquier forma de maltrato a otros seres vivos.  En España de esto sabemos mucho; hasta el punto de que llamamos “fiesta nacional” y “cultura” a un espectáculo vergonzoso y totalmente psicopático de tortura y hostigamiento hasta la muerte de un rumiante mamífero indefenso.

Una de las características más espeluznantes de la psicopatía (ya sea estructural, adquirida o cultural) es que estos personajes no sólo no sienten nada percibiendo el dolor ajeno, sino que disfrutan de él, y, es más, le provocan, porque en sus instintos existe el placer o, si se quiere, la adicción a hacer daño, ya sea de manera sutil y velada, o de manera evidente y hasta salvaje en tiempos que les son propicios (de guerra, por ejemplo, o, lo que tenemos muy cerca, de neoliberalismo y su desprecio a los derechos humanos).

Cualquier maltrato a otras personas, tanto como cualquier maltrato animal, llevan asociados en su esencia ese desprecio a la vida y ese disfrute al causar daño, tortura y muerte a otro ser vivo. Es decir, la tauromaquia, lanzar a un ganso desde un campanario, para más inri  (significativo inri), o el despeñar a toros por acantilados, o prenderles fuego los cuernos, o perseguirles mientras se les lancea sin compasión hasta su muerte son, en lo profundo, actos absolutamente psicopáticos.

En ese contexto nos seguimos encontrando actualmente. Una parte importante de la sociedad sigue defendiendo la tauromaquia y el Toro de la Vega de Tordesillas como legado de la tradición hispana. Siguen reivindicando la tortura como un modo de ser y de estar en este país que siguen queriendo que sea cruel, negro y torturador, por más que ocho de cada diez españoles rechaza la tortura animal. Hace escasos días, el Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León suspendió de manera cautelar la celebración del que llaman torneo, a instancias de la lucha de PACMA por acabar con esa atrocidad. En su lugar han celebrado dos encierros en los que no se ve la muerte del animal. Aquello de “ojos que no ven, corazón que no siente”.

¡Vergonzoso! La lucha por los que no tienen voz continúa. El compromiso por un país moralmente más evolucionado sigue ahí. El objetivo de lograr un mundo mejor permanece en muchas de nuestras conciencias. Le pese a quien le pese.