“Nadie pone a su hijo en un barco salvo que el agua sea más segura que la tierra” Estos versos de la poeta anglo somalí Warsan Shire expresan de un modo tan estremecedor aquello sobre lo que quería escribir, que quizás sobren más palabras. Pero me arriesgaré a ello.

Ocurre de cuando en cuando. Aunque más bien debería decir que ocurre siempre, y solo es noticia de cuando en cuando, si las circunstancias son especialmente llamativas. Llegan uno o más embarcaciones precarias a nuestras costas, cobrándose muchas vidas por el camino y dejando en situación de incerteza a quienes han conseguido sobrevivir. Porque la llegada a puerto no es el fin, sino solo el principio.

Deberíamos plantearnos, como la poeta, cuál no será la desesperación de alguien que decide embarcarse en uno de esos viajes infernales, jugándose la vida a cambio de un futuro incierto. Ni siquiera una pandemia mundial les ha hecho desistir de ese clavo ardiendo al que se agarran cuando tratan de llegar a Europa en patera.

Siempre que veo las imágenes de esas playas, recuerdo otra frase, la que me dijo un muchacho de apenas veinte años que ya llevaba a sus espaldas varios intentos. Decía que su vida era su único patrimonio, y por eso se la jugaba por un futuro, porque era lo único que tenía.

Periódicamente, aparece ante nuestros ojos algún niño Aylan para removernos las conciencias, pero dura poco. Lo que dura una moda, o lo que tardan nuestros estómagos en desarrollar tolerancia a estos hechos. Hasta el siguiente.

En los últimos tiempos vemos cómo llegan a Canarias, a bordo de esas trampas flotantes, muchas personas. Y cómo muchas más no llegan. Y parece que la mayor preocupación para algunos es cómo repercutirá en el turismo o en la fama de las islas. Para otros, quien paga esto o aquello, dónde los llevan y, en definitiva, quien le pone el cascabel al gato. Pero poco se plantea por qué toman esa decisión, y cómo de horrible debe ser su vida para dejarlo todo a cambio de una esperanza volátil. Como aquella madre de la que habla la poeta.

Hablamos mucho de salvar la Navidad, pero parece que lo único que nos interesa es juntarnos a comer y beber. Y no es que esté mal, pero tal vez deberíamos aprovechar el momento para pensar en quienes no tienen donde hacerlo, ni con quien, porque lo han perdido todo en el camino.

Quizás suene cursi, pero el espíritu de la Navidad debería ser algo más que polvorones, zambombas y espumillón.