Desde que Iglesias se cortó la coleta hemos asistido a la vuelta de Pablo en toda su esencia. Ese Pablo que, en realidad, nunca se fue, sino que vivió camuflado tras la fachada del político durante aquellos años que duró la maravillosa aventura de su éxito. Sí, el éxito, conviene no olvidarlo, de un tipo que supo ver en el momento exacto el hueco en la rendija del Estado español. El hombre que desde la nada cambió las reglas del juego de la política española. El que llegó a la Vicepresidencia del Gobierno y recogió su cartera en vaqueros. Pablo Iglesias es de esa clase de personas que a veces parece un genio y, en ocasiones, un bobo. Posee ese tipo de inteligencias algo sobrevaloradas. Con más forma que fondo. Como un mago que se recrea tanto en el efectismo que pierde de vista que se le nota el truco.

Se cree tan superior que es muy vulnerable, se piensa tan buen estratega que sin querer enseña los ases de su manga. Su nulo control del ego lo convierte en alguien capaz de hacer añicos su propio legado con tal de intentar rascar cinco minutitos más de atención. Igual pide que le hagan casito en Twitter, que frente al micro de su podcast o en laUni de Otoño.

El mayor problema de Pablo es Iglesias y el principal defecto de Iglesias es Pablo. Bajo esa fachada de intelectual no hay más que un nene caprichoso solicitando la atención de los demás. El 4 de mayo, Iglesias sobreestimó a Pablo, creyó que se conformaría con ser el guerrillero de campus, el conferenciante amado, el activista apostado en la atalaya. Creyó que podría aplacar su narcisismo patológico con un podcast de la mano de su amigo Jaume Roures. Y no, a la vista está que no.

Pablo traicionó la confianza de Iglesias, ese proyecto frustrado de estadista que se fue designando a su sucesora con su dedo. Ese hombre que soñó con manejar los hilos de su creación desde la oscuridad y las penumbras, ese político que dijo dar un paso al lado cuando en realidad lo estaba dando hacia atrás porque quería demostrarse a sí mismo que era capaz de remodelar y pilotar la nave desde la sala de guerra.

Podría haber sido así, podría haberse tapado, dejar que su imagen pública madurara en el almacén de las cabezas de los españoles. Podría haberse esperado a que sus incongruencias, su hipocresía y sus asesinatos políticos expirasen para así poder volver con el relato del revolucionario que fue capaz de asaltar los cielos. Podría haber desaparecido durante un tiempo, pero no, el intento duró poco, y su insaciable vanidad, su kryptonita, lo hizo imposible. Fue superior a él y, viendo que en su cuarto de juegos solo tenía un micrófono sin audiencia, una marca en descomposición y un mirlo rubio que abrió la jaula y empezó a volar por libre, se desquició. Perdió los papeles y, como buen niño caprichoso, demandó la atención de la gente a golpe de pataleta y provocación.

Y así, hasta la culminación de este fin de semana, donde no pudo aguantar más y tuvo que subir al escenario, coger el micrófono y escupir una despechada crítica a Yolanda Díaz. Y así, hasta hoy, cuando a ese niño ya no le queda gente con la que pelearse. Solo está Pablo pegándole balonazos a lo que fue Iglesias, desdibujando lo que podría haber sido una bonita leyenda. Y así, hasta hoy, con un tipo hambriento de protagonismo y ego demoliendo la fachada de su éxito. Yolanda Díaz, su última esperanza, vuela libre y solo quiere sumar consigo misma, con su gracia, su dulzura y, llegado el hipotético caso, con Sánchez.