Algunos ricos han decidido que pasarán el próximo apocalipsis comiendo centollos en las entrañas de búnkeres. A mí me bastan estos olivos a la intemperie para soportar cualquier hecatombe. Puedes sobrevivir al fin del mundo sentado bajo un olivo y alcanzar una longevidad taoísta con siete aceitunas diarias y un cuenco de agua. Estos olivos de La Quinta son tiempo transformado en belleza.

Contemplarlos, caminar bajo sus ramas que suben los escalones del aire hacia un cielo negro de aceitunas, es uno de los grandes placeres y el mejor refugio contra la adversidad. Si a esto le añades el canto de tordos y abubillas, de mirlos y lavanderas, y un decorado minimalista de setas que crecen entre el verdín y unos hormigueros que son zigurats diminutos, de un color pardo y mesopotámico, tienes una experiencia cercana a la de los místicos. Porque no se necesita creer en ningún dios para llegar a la vía unitiva. Basta con vaciar la mente de las noticias de la pandemia, de la política, de este artículo, e inspirar hondamente por la nariz. Al cabo de unos instantes, te crecerán raíces en las plantas de los pies y la savia ascenderá hasta el entrecejo para iluminarte y hacerte puro e inocente como estos olivos, que han sobrevivido desde hace centurias al virus más destructor: la estupidez humana.

Los olivos más viejos de La Quinta tienen una juventud de unos 250 años, y digo juventud porque en Grecia aún hay ejemplares que oyeron a Platón disertar sobre la inmortalidad del alma y la república ideal. Muchos de estos olivos tienen una biografía de troncos agrietados, llenos de engrudos, cárcavas, retortijones y fisuras, con grandes huecos en su interior por los que se desciende al Big Bang, al origen del universo, que está solo un palmo más allá de las últimas raíces.

Si el ser humano surgió de un puñado de lodo, el olivo nació de la boca muerta del único hombre que vivió de verdad en el paraíso. Muy anciano, presintiendo el final, Adán le ruega a Yahvé que cumpla su palabra de otorgarle el aceite del perdón. Consiente este y Adán envía a su hijo Set a la montaña del edén. Allí, el arcángel flamígero que lo custodia le entrega tres semillas del árbol del bien y del mal y una orden: deberá introducirlas en la boca de su padre antes de amortajarlo. Poco después, de la tumba de Adán, en el valle de Hebrón, brotaban un olivo, un cedro y un ciprés.

El tiempo barrerá los escombros de todas las divinidades que ha adorado el hombre, se extinguirá la especie humana y estos olivos de La Quinta seguirán en pie, vivos. Un día, el muerto que me espera los echará de menos.