José Luis Balbín se construyó un personaje inconfundible con aquel corpachón agrario y aquel flequillo escolar en el que, a veces, se le insolentaba un rizo cupletista y astur, a lo que habría que añadir, para completar el retrato, su voz nicotinada y lenta, la barba que le plagió a Hemingway y la pipa con la que, en La clave, psicoanalizaba la realidad española sentado en aquella silla diseñada por Mies van der Rohe.

—¿Es que, a estas alturas, va usted a hablarnos de Balbín, cuando, dicho con todos los respetos, está más pasado que un yogur de la época de Espinete?

—Pues por eso mismo. Y dé gracias a que no le dedico el artículo al isosilabismo en la poesía de Berceo.

—Muy ingenioso.

—Debe usted saber que, en estos tiempos de mordazas, en este periódico jamás me han censurado una coma ni me han dictado qué escribir.

—Bueno, bueno, no se nos ponga digno y continúe.

Pues bien, cada vez que entro en un estanco y veo una pipa en el escaparate, me digo lo mismo: “A esta le falta un Balbín”. Porque una pipa sin Balbín es un personaje pirandelliano en busca de fumador, y Balbín sin la pipa no sería aquel señor que hipnotizaba a los telespectadores de la Transición y principios de los noventa desde su asiento vegetativo de La clave, el programa que él moderaba y que, en sus mejores tiempos, contó con una audiencia de cuatro millones.

De aquella pipa salía un humo que le inventaba al plató un aire que estaba entre el Rick’s Café de Casablanca y una timba de Móstoles. Ningún tertuliano se murió en directo —ni en diferido tampoco— de una angina de pecho o de un cáncer, a pesar de que hasta los micrófonos fumaban Celtas allí. Y, si no se morían, era porque aquellos señores tenían educación y porque aquellos eran tiempos en que las mujeres españolas aún parían hijos duros como albanokosovares de Teruel.

Hoy, en cambio, chafamos el morro en un gesto de intolerancia o de puritanismo cool cuando, en la calle, alguien pasa fumando a nuestro lado. Y es que cada vez soportamos menos los derechos de los demás. Eso sí, algunos se meten de todo; viajan al Hollywood del delirium tremens a base de copazos; se adueñan sin permiso del cuerpo de la mujer; se ciscan en la ética; pasan de la cultura; se talibanizan en las redes fecales; insultan a aquel que disiente de su discurso y, si se levantan con el día caritativo, solo le revientan un ojo a quien se atreva a pedirles que se suban la mascarilla en el metro. Pero, eso sí, son puros. No fuman.

—¿Es que está haciendo apología del tabaco?

—No, señor, solo estoy denunciando la hipocresía. Pero decía, o iba a decir antes de que me cortara, que Balbín no solo nos enseñó modales, sino que nos trasquiló el pelo de la dehesa, pues en aquellos entonces, sobre todo cuando La clave se emitía en TVE, aún andábamos bastante asilvestrados de franquismo y arribaspaña.

—¿Más o menos como ahora?

—Pues sí, más o menos. Entre mil ejemplos, le pondré uno reciente para que no caiga en la tentación de pensar que le miento.

—Soy todo oídos.

—Acuérdese de Ignacio Camuñas de las JONS, exministro de Suárez, diciendo el otro día, delante de las narices cómplices de Casado, que Franco no dio un golpe de Estado.

—¿Teme usted por la democracia?

—La democracia de verdad nos la trajeron los pechos bellísimos y libertarios de Victoria Vera y la pipa de Balbín. Pero si hoy no se puede fumar casi en ninguna parte y Facebook e Instagram parecen el brazo armado de la Conferencia Episcopal en cuanto ven un pezón femenino, ya me dirá. Bromeo, claro. Pero usted habrá entendido lo que no le he dicho.

La clave era menos un torneo medieval —como lo son muchas tertulias televisivas hodiernas— que un reposado y sesudo diálogo sobre temas políticos, sociales y culturales. La cultura, esa apestada en nuestros días y la única, sin embargo, que podrá salvarnos.

Por de pronto, Balbín invitaba a su programa a individuos bien formados y no a perdonavidas. En el plató se respetaba a los oponentes (memorables, Fraga y Carrillo), asombrosamente se les dejaba opinar sin interrumpirlos y todos los participantes sin excepción —y esto era ya el colmo de la rareza— se expresaban en gentil y bien cortado castellano y no en tertulianés, ese dialecto que también se habla en el Congreso.

—¿Y cree que se podría resucitar La clave hoy, que tan faltos estamos de respeto, concordia, sensatez y diálogo?

—Puede, aunque sospecho que no. Más que nada porque las cadenas televisivas buscan beneficios económicos a cualquier precio, como sabe todo el mundo, y la gresca tertuliana se los proporciona con creces y de forma muy fácil y barata. Estos programas actúan como los entrenadores de boxeo, que viven de los guantazos que dan y reciben sus pupilos. O, si lo prefiere, son una especie de pressing catch verbal donde impera lo emocional sobre lo racional. Se trata de entretener a la audiencia despertando sus bajas pasiones y de confirmarla —y confinarla— en sus prejuicios. Todo lo contrario de lo que buscaba Balbín, que aún creía, como Sócrates, que a la verdad solo se llega a través del diálogo y no del grito. Estas tertulias, por lo demás, son un reflejo de los valores del neocapitalismo: agresividad, individualismo, competencia, narcisismo, vulgaridad, indiferencia por los sentimientos de los demás, falta de escrúpulos. Ya decía Walter Benjamin que capitalismo y democracia son incompatibles.

—Lo veo a usted muy pesimista.

—Lo soy, a mi pesar. Le confesaré algo. Alguna vez he puesto en clase fragmentos de La clave y los alumnos reaccionan bostezando o dibujando monigotes en el folio. “Y el zasca, ¿cuándo llega el zasca?”, preguntan inquietos los que aún no se han dormido. Y es algo digno de ver la cara de estupefacción o contrariedad cuando se les explica que ni en aquel programa, ni en ningún otro de la televisión de entonces, había insultos, bravatas, ataques personales, ni muecas de chimpancé.

—Bueno, venga, no se nos ponga nostálgico y, rapidísimamente, un titular.

—La democracia, de seguir el imparable declive político, cultural y social, no sobrevivirá. Se avecinan tiempos de barbarie.

—Usted y sus augurios. Curiosa manera de desearles a los lectores felices vacaciones.

—No sea tan paternalista. Ya sabrán ellos defenderse no creyéndome, si fuera el caso.

—¿Algo más?

—Pues sí, ya que insiste. Un deseo, que disfruten del descanso. Una recomendación, que abran Viene la noche (Ediciones del Viento), de Óscar Esquivias, una novela que se lee de un trago, perdura en la memoria y no está escrita en tertulianés.