El infierno existe y no se llama únicamente coronavirus. Hay un infierno sutil, ofídico, blanco. Se llama indiferencia. Decía Italo Calvino que la única manera de no percibir el infierno era formando parte de él. No se equivocó. Somos indiferentes. Esa es nuestra llama. El autismo emocional, nuestra condena. 

Por eso, no existen los mendigos, los pobres de cinco tenedores, los menesterosos, los chabolistas, los pordioseros. Junto con las prostitutas, ellos son los excluidos de la pandemia y de las noticias. No hacen ruido, no cortan el tráfico, no se manifiestan, no agitan pancartas vociferantes. El Gobierno, así como las autoridades locales y regionales, pasan de ellos. Tanto, que acaban de recibir la bronca de la ONU exigiéndoles que se restablezca el suministro de luz en la Cañada Real, esa Manhattan chabolista del sureste de Madrid, cuyos habitantes del sector cinco llevan más de dos meses alumbrándose con velas y calentándose con fogatas porque el cultivo de marihuana en otra parte del asentamiento provoca subidas de tensión. Pagan, para variar, justos por pecadores. Y, mientras tanto, las ventas de armas de nuestro país se disparan con el pretexto de ayudar a pacificar regiones, cuando lo único que en el fondo interesa es pacificar los intereses del capital en cualquier región del mundo. 

En cambio, los intereses de los más pobres se pisotean y sus derechos se putean inmisericordemente. Los pobres no importan a nadie. En plena guerra de guerrillas políticas —el Congreso difiere poco de ciertos platós televisivos—, qué importan una diarrea, unos vómitos, un coronavirus de más o de más o de menos en la biografía de tinieblas de esa mujer, de ese chaval, de ese hombre, otro de tantos, uno de los más de cincuenta mil pobres de solemnidad que pueblan las calles de esta España con olor a escaparate navideño y a mierda. 

Si viven en la calle, es porque no quieren trabajar, razonan las derechas y las personas de orden. Y también algunos meapilas de esa izquierda elitista y rosicler. De modo que es mejor, por tanto, que no tengáis ni siquiera un mendrugo de pan que echaros a los dientes podridos. Que sigáis bebiendo morapio en tetrabrik y meditando en la posición del loto detrás de vuestros currículos de cartón con faltas de ortografía: “No tengo trabajo. Por favor, unas monedas para una mascariya”.

Hay quien piensa que se os engorda vuestra nómina de vasito de plástico y que, al cabo del mes, reconocedlo, tenéis lo suficiente para la entrada de un BMW de lujo, eso si no os gastáis todo el pastón, como soléis, en vino y en rotuladores para pintarrajear vuestros carteles pedigüeños. Que meterse a mendigo y comprarse un dúplex de uralita en la Cañada Real después es un ideal de vida admirable. Casi tanto como trabajar para Glovo o para Amazon. 

Diógenes, el filósofo cínico, el mendigo por antonomasia, el mendigo universal, al menos tenía un tonel donde tomar el sol escolástico de Atenas, un tonel que ni siquiera Alejandro Magno logró arrebatarle. Muchos de vosotros, nada. Ni siquiera una cerilla para calentaros las manos de escarcha cuando llegue enero. Eso, si sobrevivís a la tercera ola del coronavirus —aunque nunca salimos de la primera— y al infierno blanco de nuestra indiferencia. Feliz Navidad.