Esto de las creencias es más complicado que pronunciar de corrido uno de esos ingredientes de las etiquetas del champú. Probemos, no sé, con clorometilisotiazolinona. O con polinaftalenosulfonato. O con… En fin, creo que se capta la idea. Hay, en efecto, tantas creencias como sílabas en los compuestos de la química inorgánica. De modo que unos creen en Yahvé, otros en Brahma, los de más allá en las fuerzas telúricas del Machu Pichu, bastantes en los empleados de Correos y unos cuantos en la piedra pómez o en el oso Yogui. Todo esto es muy complicado, ya digo. Pero lo indudable es que todo el mundo cree en algo. Incluso el que afirma no creer en nada miente, porque cree en eso, en nada, es decir, en algo. Yo creo en Hamlet. Este personaje de Shakespeare me demostró que la muerte es pura demagogia populista. O un mero reflejo condicionado. Voy a explicarme. 

Cuando en el instituto estudiabas los silogismos, siempre, siempre aparecía Sócrates en la segunda premisa como estrella invitada al plató filosófico de clase. Para quien no lo sepa, Sócrates es una pequeña efigie de un señor calvo —ojos hundidos, nariz redicha, barba tumultuosa— que mide unos quince centímetros y que se vende en las tiendas turísticas cercanas al Partenón. Un silogismo, por su parte, es una escalera mental de tres peldaños que, al subirla o bajarla (dependiendo de si el silogismo se enseña en Galicia), te hace dar de bruces con una verdad universal y berroqueña. Un ejemplo. Primer peldaño o premisa: “Todos los hombres son mortales”. Segundo: “Sócrates es un hombre”. Conclusión, que, dicho sea de paso, solo beneficia a las funerarias: “Luego Sócrates es mortal”. 

El profesor de filosofía nos repetía tanto el silogismo, que nos creó un reflejo condicionado, y hacia mayo o así ya nos había transformado en los perros existencialistas de un Pavlov adicto a los libros de Heidegger. Con tanta matraca silogística, nada tiene de extraño que nosotros, pobres adolescentes intelectualmente indefensos —en la primera evaluación aún no habíamos llegado a los sofismas ni al entimema, que es un silogismo falso, como de bazar chino—, desembocásemos en la certidumbre de que algún día seríamos como Sócrates. Bueno, algunos no íbamos muy descaminados ya, porque, como el presunto pensador ateniense, no sabíamos nada. En resumen, yo terminé el instituto seguro de que, algún día, iba a morir. 

Por eso, creo que hace muy bien la ministra Celaá mirando con suspicacia la asignatura de filosofía, que ella ha dejado en plan decorativo en el currículum académico —aunque peor nos fue con Wert— y la aplaudo, además, por haber suprimido, o reprimido, la ética en cuarto de Secundaria. La ética es como una silla isabelina. Bonita, pero poco práctica. Es mejor, por supuesto, la asignatura de Valores Cínicos, digo, Cívicos. De lo cual saben algo ciertos políticos, periodistas, grandes empresarios y todos los dueños de las grandes tecnológicas. 

 Pero estaba diciendo que, gracias a Hamlet, comprendí que la muerte es pura demagogia. Y pura presión social. Te mueres no porque seas mortal, sino por no contrariar a tus profesores y por aquello del qué dirán. Voy a demostrarlo. Tomemos en las manos un cubito de agua. Al cabo de un tiempo, el agua habrá cambiado de estado. Del sólido, al líquido; pero no por eso habrá dejado de ser agua. Pues bien, en Hamlet ocurre lo mismo. El padre del príncipe de Dinamarca sigue vivo a lo largo de toda la obra, solo que ya desde el principio, por razones de la economía narrativa, ha cambiado de estado —una minucia como lo del agua— y se le aparece a Hamlet en forma de espectro. De hecho, es el padre de Hamlet quien genera la acción de toda la obra. Lo cual demuestra que está más vivo estando muerto que siendo un muerto en vida como antes. Así fue como Hamlet y yo aprendimos que la muerte —a pesar de las veces que Sócrates la palmaba en mis clases de filosofía— no existe.

Más o menos lo mismo que Hamlet y yo deben de pensar los deudos de los fallecidos por coronavirus cuyos cadáveres nadie ha reclamado. Ellos también están seguros de que se les aparecerán en breve para celebrar en familia, con mucha zambomba ética, la Navidad, la dulce, afable y hogareña Navidad.