El feminismo rottweiler, ese que crea con el barro del odio ídolos de sangre, que criminaliza al varón y que tanto repugna a feministas como Camille Paglia o Wendy McElroy, es un producto más del capitalismo de mercado. Un producto no muy diferente del último anuncio de colesterol con patatas de McDonald’s. O del perfume erótico que desviste sin desnudarla a Charlize Theron, la Afrodita de oro y seda de Dior.

Nadie ignora que la publicidad es capaz de venderle un kilo de arena del desierto a un tuareg. Nada tiene de extraño, por tanto, que las grandes multinacionales de ropa surfeen la última y rentabilísima ola del feminismo y paguen a celebrities para que, en sus palomares de Instagram, exhiban eslóganes profeministas en sus piquitos de bótox y los dupliquen a continuación en camisetas que confeccionan mujeres de Bangladesh a cambio de un dólar por cada hora de esclavitud. Así que muchas gracias Meryl Streep, Beyoncé, Irene Montero y Ana Botín, tan feministas, por defender los derechos de las mujeres. Y gracias también a los tacones lejanos —nunca mejor dicho— del #MeToo.

Claro que lo mismo es que las asiáticas no serán mujeres de verdad hasta que no graben una escena de porno queer o un videoclip como Sweet but Psycho, donde la cantante Ava Max tortura, asesina y quema al novio por haberle sido infiel o, más civilizadamente, hasta que no denuncien por intento de violación al hombre que les cede el asiento en el autobús con una sonrisa de lluvia y lunes. Una sonrisa que para las misandras nunca será solo eso, una sonrisa, sino un clarísimo ademán de agresión sexista que perpetúa la ideología opresora y misógina del heteropatriarcado, que encima no existe, como sostiene Camille Paglia.

Según publicaba ayer un periódico, en nuestro país se registran treinta y dos denuncias diarias por agresiones y abusos sexuales. Una barbaridad. Algo más de una agresión sexual por hora. No dudo de los datos, pero, si estudiamos las sentencias judiciales condenatorias por delitos sexuales, se comprueba que el número es bastante menos alarmista que el monto de las denuncias. No vivimos, me parece, en un país reventón de sátiros ni de psicópatas sexuales como pretenden hacernos creer ciertos titulares de prensa. Por supuesto que hay violadores, y no debería existir ninguno, vaya esto por delante, pues la libertad es el único bien por el que se debe arriesgar la vida, como decía mi señor don Miguel de Cervantes, y una violación es la profanación no solo de un cuerpo, sino de la libertad de ese cuerpo. Y a quien así obra se le debe castigar con todo el peso de la ley.

Pero hay que tener cuidado con la valoración de las denuncias. Hace poco, un taxista, votante de izquierdas, según me dijo, me contó un caso preocupante. Madrugada del sábado en Madrid. A bordo del vehículo, una pasajera de treinta y pico años ebria, que, una vez en su destino, se niega a pagar la carrera. El taxista amenaza con llevarla a comisaría. “No”, contesta la mujer, “o me bajo ahora mismo o quien va a llamar a la policía voy a ser yo para decirles que me has sobado y has intentado violarme”. El taxista se acobardó y la dejó marchar sin pagar. “Pensé en mi mujer y en mis dos hijas y no quise meterme en líos. Pero me asusté de cojones”.

No puede ser, como arguye el feminismo ultra, que el miedo deba cambiar de bando. Eso no es igualdad. Es venganza. Claro que este feminismo de campo de concentración debería volver a los años 60 para ser moderno. Y útil para todos y no solo para quienes viven de las subvenciones públicas que recibe el lobby feminista. Que la lucha no es entre hombres y mujeres, a ver si vamos enterándonos, sino entre el capital y la clase trabajadora. Que es el sistema socioeconómico que defienden los grandes conglomerados empresariales, la banca y la Iglesia —el capitalismo apoyará la moral católica siempre que la Iglesia no critique la amoralidad del capitalismo— el que crea desigualdades y violencia. Lo sabía Rosa Luxemburgo hace ya muchos años. Pero de la pensadora polaca, una de las mentes más brillantes del siglo XX, ya solo nos acordamos cuatro marxistas sepia (el sepia es el color de la nostalgia pasado por el malhumor).

Pero sospecho que no avanzaremos lo suficiente para poder retroceder a los años 60, porque el odio es lucrativo. Lo saben bien las empresas armamentísticas, los neuróticos, los abogados matrimoniales y el feminismo mainstream, por supuesto, ese que asegura defender a todas las mujeres cuando a las únicas que representa es a un puñado de féminas blancas de clase media. Porque, vamos a ver, ¿dónde está el feminismo en Bangladesh, o en la vida perra de las mujeres de la limpieza, o en la de las mujeres agricultoras, o, en fin, en la de las camareras de las habitaciones de hotel? ¿Dónde están las muy feministas Rihanna y Natalie Portman (de profesión, sus portadas)? Ah, que no han salido aún de la sesión de fotos con Mario Testino para promocionar las penúltimas camisetas feministas de Dior. Usted disculpe.

No, a este paso no avanzaremos lo suficiente para poder retroceder a los años 60, porque si el odio es lucrativo, como decía, las políticas identitarias lo son más. De ahí que las coreen tanto las chicharras mediáticas de la izquierda rosicler, aquella que abandonó la política de clases para especializarse en la política de la diferencia, a pesar de que se pueden —y deben— hacer ambas. Sin embargo, la izquierda apócrifa, esa que ha cruzado a Marx con Walt Disney, antepone esta a aquella. Y es que aplaudir las consignas del feminismo radical es una cortina de humo del socialismo cada vez más neoliberal para distraernos de su verdadero propósito: seguir imponiéndonos políticas económicas de derechas. Lo cual explica que Sánchez se niegue a derogar la reforma laboral y les haya recetado un Lexatin económico a los dirigentes empresariales subiendo solo unas migajas el salario mínimo. ¿Y Pablo Iglesias? Pues no sé. Supongo que jugando al Monopoly en su vicepresidencia de Galapagar, en cuya caseta del jardín deben de andar criando herrumbre la hoz y el martillo.

Claro que del feminismo rottweiler también se beneficia la derecha calcificada de Casado y la transgénica de populismos de Vox. Los únicos damnificados son la mayoría de los hombres y la mayoría de las mujeres. Basta ya de querer enfrentarnos a unos con las otras y viceversa. Ni guerra entre sexos ni paz entre clases.

El feminismo de los años 60 logró importantísimos y muy justos logros para la mujer. Y, a pesar de todos los excesos y disparates hodiernos, el feminismo sigue siendo necesario. Pero no el actual —victimista, totalitario, lloriqueante y supremacista— que expenden el lobby morado y los medios de incomunicación. Ya está. Ahora ya pueden crucificarme en el cansino Gólgota de las redes sociales. Ecce homo.