Cuando yo era pequeña, los chicos empezaban a preguntar eso de “¿estudias o trabajas?” si querían ligar con una chica. Lo veíamos en series de televisión y en aquellas películas de destape que trataban, a su modo, de desplegar las alas tras una época que nos tenía ancladas al suelo y de abrir puertas y ventanas que hicieran correr aire fresco.

Crecí asumiendo todas esas cosas como señales emergentes de una libertad que se imponía a pesar de que había quien se resistía y quien se llevaba las manos a la cabeza al ver aquellos primeros anuncios de compresas que se atrevían a hablar de la menstruación abiertamente o esos otros en que, para anunciar un desodorante, una mujer enseñaba un trocito de pezón mientras se invocaba a los limones salvajes del Caribe.

Tal vez ya haya mucha gente que no sepa de qué estoy hablando, pero es importante saber de dónde venimos para no equivocarnos a la hora de decidir adonde nos dirigimos. Y venimos de ese país donde se cantaba con naturalidad “no me gusta que a los toros te pongas la minifalda”, mezclando esos primeros brotes de modernidad -la minifalda- con la sumisión de las mujeres de toda la vida. De un país donde se llegó a confundir, con el destape, que se pudiera enseñar un pecho con un verdadero gesto de liberación de la mujer. No olvidemos que el machismo sigue siendo machismo, aunque no se lleve ropa.

Aquel hecho de preguntar a una chica si estudiaba o trabajaba, una disyuntiva que no admitía más opciones, parecía la consolidación, por fin, de la imagen de la mujer como mucho más que aquella esposa y ama de casa perfecta con la que soñaba Pilar Primo de Rivera. Por fin se planteaban como opciones para una mujer estudiar o trabajar, entendiendo el trabajo como el que se hacía fuera de casa, un verdadero hito para las mujeres de aquellas generaciones. Pero, una vez más, nos pillábamos los dedos sin darnos cuenta, al excluir del concepto de trabajo el que se realiza en casa. De nuevo los patrones masculinos traicionaban los subconscientes en aquella pregunta que parecía -solo parecía- el colmo de nuestra libertad.

Es importante saber de dónde venimos para no equivocarnos a la hora de decidir adonde nos dirigimos

El tiempo ha pasado y hoy en día el hecho de que las mujeres estemos en el mercado laboral ya está asumido, pero todavía queda mucho trecho para alcanzar la igualdad. Hemos tenido que entender que trabajar fuera de casa era un hito importante en el camino, pero no la meta de ese camino. Aún tenemos ahí todos los obstáculos para que nuestro trabajo fuera de casa exista, y permanezca, en verdaderas condiciones de igualdad, para lo cual lo primero que hay que hacer es conseguir que también en el interior de los hogares la cuota de trabajo sea igual para hombres y mujeres. Por más que se presuma de conciliación, o de corresponsabilidad, la realidad es que las estadísticas son abrumadoras en cuanto al tiempo que las mujeres dedicamos a la casa y los cuidados y el que dedican los hombres.

Y mucho más. Ahí está la brecha salarial, muy diferente a lo que muchas personas, de modo simplista, dicen qué es para luego negar su existencia. No consiste solo en que un hombre y una mujer puedan cobrar salarios diferentes para iguales puestos de trabajo, sino también en situaciones mucho más sutiles y difíciles de atacar, como el hecho de desempeñar igual trabajo efectivo con distinta denominación y distinto salario. Algo íntimamente relacionado con el techo de cristal y su primo hermano el suelo pegajoso, verdaderos lastres que todavía impiden el ascenso de las mujeres en la vida laboral.

Ya hace tiempo que interiorizamos ese verbo tan expresivo, empoderarse, y lo hicimos nuestro. Pero no podernos quedarnos quietas, por muy empoderadas que creamos estar

Más de una vez hemos escuchado, incluso de voces femeninas, que las mujeres renuncian a escalar puestos por no renunciar a su vida familiar. Es una trampa. Lo bien cierto es que a nosotras se nos exigen unas renuncias que a los hombres nunca se les plantean. Porque solo se puede renunciar a lo que se tiene y, a día de hoy, se sigue pensando que el grueso de la intendencia doméstica y los cuidados nos pertenecen a las mujeres.

Hemos ido asumiendo, poco a poco, todas estas cosas, pero todavía nos quedan muchas más. Y ahí es donde está el peligro, en que nos conformemos o rebajemos la guardia porque estaremos perdidas.

Ya hace tiempo que interiorizamos ese verbo tan expresivo, empoderarse, y lo hicimos nuestro. Pero ahora no podernos quedarnos quietas, por muy empoderadas que creamos estar. Hemos de utilizar ese poder que al fin hemos hecho nuestro para seguir dando pasos en pro de esa igualdad que siempre debimos tener `pero que todavía no hemos alcanzado de todo. Porque cuando de igualdad se trata, todo lo que no sea avanzar, es retroceder.

Y recordemos, la unión hace la fuerza. Y la unión, tratándose de mujeres que luchamos juntas, tiene un nombre propio, sororidad. Nunca dejemos de ponerla en práctica. Estudiemos, trabajemos, o hagamos ambas cosas a un tiempo.

Susana Gisbert es fiscal especializada en violencia de género