Alberto Núñez Feijóo desembarcó en la cúpula del Partido Popular hace tres años rodeado de un aura casi providencial. Se le presentó como el líder capaz de restaurar la paz interna, reconquistar el centro político y devolver a la derecha a La Moncloa. Hoy, sin embargo, aquella expectativa de liderazgo se ha transformado en un lastre. Las encuestas reflejan un deterioro incesante y sostenido: cada nuevo sondeo confirma el retroceso del PP y el desgaste personal del expresidente gallego. Esa caída, crónica y persistente, evoca peligrosamente el inicio del colapso de Ciudadanos, un partido que también confió en que la tendencia se revertiría… hasta que el precipicio fue inevitable.

Y es que, en la dinámica política, cuando se inicia una bajada, y más aún si es pronunciada, remontarla se convierte en una tarea casi imposible. Ciudadanos fue el ejemplo perfecto: una vez iniciado el declive, cada mes era peor que el anterior, cada elección confirmaba la caída y cada justificación del líder sonaba más defensiva y desconectada de la realidad. Feijóo ha entrado de lleno en esta pendiente. El PP desciende encuesta tras encuesta, mientras Vox absorbe cada punto que los populares pierden. Una vez que esta tendencia se consolida, es extremadamente complejo revertirla. El riesgo es evidente: que el Partido Popular, referente indiscutible de la derecha española durante décadas, pierda su posición hegemónica.

Feijóo no siempre fue un problema. De hecho, su llegada a Génova se produjo bajo la promesa de ser la antítesis de la etapa de Pablo Casado: un perfil más moderado, más templado y más previsible. La prensa conservadora lo ensalzó como el “mirlo blanco” que, con el tiempo, ha mutado en “pájaro de mal agüero”. Aquel Feijóo imaginado como referente de moderación se ha ido diluyendo, sustituido por un líder inseguro, dependiente del “ruido” mediático y atrapado en una estrategia que ni amplía su base de apoyo ni genera confianza. Es un líder cuyo rechazo sistemático a cualquier acuerdo de Estado alimenta la percepción de un “no” permanente.

El paralelismo con Albert Rivera trasciende lo retórico. Rivera también se sintió virtual presidente del Gobierno, convencido de que, esperando el momento oportuno, llegaría en volandas a La Moncloa. E ignoró, al igual que Feijóo, las señales de alarma que anunciaban el derrumbe. Feijóo vive ahora ese mismo espejismo, convencido de que el desgaste del Gobierno es suficiente para impulsarle. Sin embargo, no comprende que la ciudadanía penaliza no solo la gestión ajena, sino también la falta de proyecto, de rumbo y de coherencia.

Ambos líderes basaron su estrategia en la idea de que su principal oponente (el PSOE) se autodestruiría, creyendo que La Moncloa era un premio por descarte y no por mérito propio, un error de cálculo que Rivera pagó carísimo. La ciudadanía no entiende el bloqueo permanente de Feijóo, ni los continuos bandazos en sus planteamientos, ni sus deslices continuos, siendo el último el afirmar que los andaluces no saben contar, insultando así a casi nueve millones de españoles.

El caso de Ciudadanos tiene una enseñanza clara: un partido está condenado cuando pierde su posición estratégica, cuando deja de representar algo reconocible para el votante y cuando se entrega a una sola opción renunciando al resto. Rivera cometió el error fatal de abrazarse al PP y negarse a negociar con el PSOE, justo cuando más posibilidades tenía de influir y expandirse electoralmente en ambas direcciones. Al limitarse a una vía única, perdió todo su espacio político. Feijóo está repitiendo ese error, si bien lo hace desde el partido dominante de la derecha.

Feijóo podría haber construido un PP útil, dispuesto a pactar cuando fuera necesario y a confrontar cuando hiciera falta. Podría haber mostrado autonomía y un perfil propio frente a Vox, exhibiendo madurez y responsabilidad frente al Gobierno en asuntos de Estado. Podría, en suma, haber ofrecido la imagen de un líder moderno y capaz de seducir al votante centrista que decide las elecciones. Pero no lo hizo. Eligió una estrategia de dependencia. Eligió entregarse a Santiago Abascal y asumir las propuestas más ultras del entorno, como las de Isabel Díaz Ayuso. Estas decisiones lo están empujando hacia el precipicio político.

Al abrazar a Vox, Feijóo renunció a la moderación que gran parte de su electorado esperaba. Renunció a liderar la derecha desde una posición autónoma. Feijóo, al igual que Rivera en su peor momento, ha caído en la trampa de la sobreactuación constante, permitiendo que la agenda de los extremos (Ayuso o Vox) diluya su perfil supuestamente moderado, lo que impide ser un líder “tranquilo” y “sensato” por el que fue elegido.

Ese abrazo no solo no le suma votos, sino que acelera la fuga por ambos flancos: los moderados se marchan y la derecha más dura prefiere la versión original de Vox. El PP queda así atrapado en una trampa letal: perder por el centro y perder por la derecha al mismo tiempo.

La consecuencia es inmediata: el PP ha cesado de crecer. No convence a los votantes moderados, porque su discurso está contaminado por la influencia ultra. Tampoco seduce al votante más radical, porque Vox es la opción más contundente. El partido ha quedado reducido a sí mismo, encogido electoralmente, sin capacidad de expansión. Eso mismo le ocurrió a Ciudadanos cuando se convirtió en una réplica desdibujada del PP. Y lo que ya le sucedió a Ciudadanos corre el riesgo de ocurrirle ahora al partido de Feijóo si no cambia el rumbo de inmediato.

El deterioro interno es igualmente palpable. Barones territoriales que inicialmente lo recibieron como un salvador ahora expresan preocupación en privado e incluso deslizan la necesidad de un cambio de líder. Algunos comienzan a manifestar, incluso en público, la incapacidad de Feijóo para recuperar votos y construir mayorías sólidas. Los pactos con Vox generan rechazo social, y la falta de una alternativa real al Gobierno alimenta la percepción de un liderazgo agotado. Y cuando en política esa percepción se instala, revertirla es extraordinariamente complicado.

La gran amenaza que se cierne sobre el Partido Popular no es simplemente perder unas elecciones. Es un peligro más profundo: perder su posición dominante dentro de la derecha. Vox, que lleva meses estabilizado e incluso al alza, crece a costa del PP sin apenas esfuerzo. Cada punto que Feijóo pierde lo recoge Abascal. Y cuando un votante conservador da ese salto, rara vez vuelve atrás. El PP corre el riesgo de que ese trasvase deje de ser coyuntural para convertirse en estructural. Y ese escenario sería devastador para el partido.

La derecha española siempre ha tenido un partido claramente dominante. Durante décadas, fue Alianza Popular primero y el Partido Popular después. Pero si Feijóo continúa cayendo al ritmo actual y Vox sigue capitalizando esos votos perdidos, esa hegemonía puede quebrarse. Un PP debilitado, dividido y sin capacidad de expansión puede acabar siendo un partido que recoja voto, pero irrelevante para gobernar. Para la derecha española, eso sería un cambio histórico.

Feijóo llegó como la gran esperanza. Hoy es percibido por muchos, dentro y fuera del partido, como el principal factor de desgaste. Y lo más preocupante es que no parece ser consciente de la magnitud del problema. Si no rectifica —si no regresa a la moderación, si no se distancia de Vox, si no recupera el lenguaje del pacto y la utilidad— el Partido Popular puede estar siguiendo el mismo camino que llevó a Ciudadanos a la irrelevancia.

En política, cuando la tendencia negativa se consolida, casi nunca hay marcha atrás. Feijóo ya ha puesto un pie en ese terreno. Y, si continúa así, no será recordado como el líder que rescató al Partido Popular, sino como el que lo condujo al borde de su ruina política.

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