Leía no hace mucho las estadísticas de muertes por suicidios, y se me caía el alma a los pies. Especialmente, cuando de jóvenes y adolescentes se trata.

Aunque se hable poco de ello, el suicidio es la primera cusa de muerte en jóvenes y adolescentes de los 12 a los 29 años, y ha aumentado más de un 30 por ciento en los últimos tiempos. Unas cifras que hablan por sí mismas.

Pero, más allá de la frialdad de unos números que espantan, hay una realidad que espanta más todavía, una realidad que está íntimamente relacionada con la salud mental, otro tema tabú del que todavía cuesta halar en voz alta.

Cuesta comprender cómo una persona joven, sin aparentemente ningún problema de especial gravedad, llega a tomar la decisión de quitarse la vida. Cuesta imaginar qué debe pasar por la cabeza de alguien que no ve otra salida que quitarse de en medio para dejar de sufrir. Y es, desde luego, mucho más que un desengaño amoroso, mucho más que un disgusto, mucho más que la mera tristeza. Es desesperación en estado puro. Para quien se va y también para quienes se quedan, sumidos en la perplejidad y en la eterna pregunta de si podían haberlo evitado.

Hubo un tiempo en que una regla no escrita del periodismo impedía hablar de ello en los medios, salvo que se tratara de un personaje famoso. Y más atrás, incluso, el suicidio se teñía de un halo romántico en la literatura. Un error tras otro. No podemos cerrar los ojos. Hoy sabemos que lo que no se nombra no existe, y no hablar de esta tragedia no ha evitado que la cifra de suicidio aumente un año tras otro.

Por fortuna, nos hemos dado cuenta de que la estrategia del avestruz no sirve en esto -como en casi nada-, pero hemos llegado tarde. Se han quedado muchas vidas por el camino, muchas de ellas jóvenes y con todo un futuro por delante que nunca pasó de presente. Unas vidas de las que siempre lloraremos lo que pudieron haber sido y no fueron.

Se han dado pasos adelante, sin duda, aunque sean pocos, el teléfono de asistencia entre otros. Pero todavía queda algo muy importante. Tenemos que hablar de ello en voz alta, sin bajar la cabeza, sin tintes vergonzantes. Hemos de conseguir que quien se encuentre en esa situación desesperada pueda pedir ayuda antes de que sea tarde.

La vida duele a veces, pero nunca debería doler tanto como para querer acabar con ella.

SUSANA GISBERT
Fiscal y escritora (@gisb_sus)