Cuando era pequeña, y llegaban los Reyes Magos, había una constante que se repetía. Además de los regalos “estrella”, acertados o no, siempre existía, en mi casa o en casa de alguna tía por donde los Reyes también pasaban, una caja de lápices. Eran lápices de colores comunes y corrientes, guardados en cajas de cartón con un motivo de montañas nevadas de los que tenía varios en casa. En muchos casos, les acompañaba algún cuaderno, y siempre la misma recomendación, de puño y letra de Sus Majestades de Oriente: “para el cole”.

Recibíamos -porque yo no era la única- aquel regalo con una mezcla de resignación y frustración que habíamos de disimular a la fuerza “Dale las gracias a la tía por haber escrito a los Reyes pidiendo esto para ti”. Por supuesto, así lo hacíamos, tratando de disimular nuestra decepción porque hubiéramos preferido una muñeca, un coche o unos patines, que ya se podía haber estirado un poco la tía y haberles pedido a los Reyes otra cosa que no fueran los dichosos colorines de todos los años.

Pensaba en eso hace unos días, cuando en medio de la vorágine navideña, nos llegaba la noticia de la prohibición de estudiar decretada por los talibanes para las niñas afganas. Y pensé de inmediato, con una asociación de ideas impregnada de remordimientos, en lo que daría cualquiera de estas niñas por una de esas cajas de lápices que tanto despreciamos. Y lo que hubiera dado, sobre todo, por aquella nota manuscrita que determinaba el destino de los lápices y sus complementos, la escuela.

Y es que para estas niñas no habrá lápices, ni cuadernos, ni tampoco habrá escuela, el lugar al que ninguna niña del mundo debería faltar, el lugar donde se forja el futuro. O, en su caso, la falta de él. Porque sin educación es difícil que tengan herramientas para rebelarse contra quien les priva de los más elemental. Y ahí está, precisamente, el quid de la cuestión.

Estoy segura de que estas niñas nunca se habrían sentido decepcionadas con una caja de lápices y un cuaderno, un tesoro que solo podemos valorar si nos privan de toda posibilidad de tenerlo. Con todo, tuvimos la suerte de poder acceder a una educación, y todavía la tienen más nuestras hijas, con tantas cosas al alcance de la mano.

No perdamos la oportunidad de enseñarles que, si los reyes les traen un cuaderno y lápices de colores, quizá sea para usarlos aprendiendo a reivindicar los derechos de esas niñas que nunca podrán hacerlo. Porque, como dijo Mandela, “la educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”.