Pronto se cumplirán diez años desde que el Tribunal Constitucional (TC) por fin dio a conocer su tan esperada sentencia sobre el nuevo Estatuto de Autonomía  de Cataluña aprobado en referéndum por la ciudadanía catalana en julio de 2006, tras la aprobación de su proyecto por una amplísima mayoría de votos en el Parlamento de Cataluña y su posterior aprobación, con una amplia mayoría absoluta, en las Cortes Generales.

Desde aquella infausta y nefasta sentencia del TC del 28 de junio de 2010, todo lo que llevamos vivido y sufrido en Cataluña viene condicionado por aquella resolución. Muy pocos días después de su publicación, el 10 de julio de 2010, tuvo lugar en la ciudad de Barcelona una multitudinaria manifestación en contra de la decisión del TC. Desde entonces se han sucedido todo tipo de muestras de rechazo y el independentismo, hasta entonces una opción apenas sin peso político real, se ha convertido en una apuesta compartido por cerca de la mitad de la sociedad catalana.

Cataluña es ahora la única comunidad autónoma española que se rige por un Estatuto de Autonomía no refrendado por sus ciudadanos. Este simple hecho es ya un elemento que debe tenerse en cuenta ante cualquier intento de análisis de la realidad política y social de Cataluña. Dudo mucho que el núcleo dirigente del PP en 2010, con Mariano Rajoy al frente, fuese consciente no solo de la enorme trascendencia política de su inmisericorde campaña catalonófoba montada para justificar su recurso de inconstitucionalidad contra aquel nuevo Estatuto, sino sobre todo para plantear toda clase de estratagemas y ardides que finalmente hicieran posible aquella sentencia tan lamentable, sin cuya existencia parece evidente que la vida política catalana -y por extensión la de España entera- no hubiese discurrido por la vía del enfrentamiento permanente y del conflicto no solo político e institucional sino también cultural, social y convivencial.

Aunque es evidente que el PP nunca podrá obviar su enorme responsabilidad política en este conflicto -y no tanto ni sobre todo por la presentación de su recurso de inconstitucionalidad, sino por toda la campaña catalanófoba que puso en marcha y aún más por la manipulación y tergiversación que hizo del TC-, nadie puede negar las responsabilidades de toda índole que tuvieron y tienen en este conflicto la práctica totalidad de los partidos políticos catalanes. De manera muy relevante, claro está, los partidos nacionalistas, y con ellos las organizaciones sociales que les apoyan, porque su reacción desaforada a aquella sentencia del TC marcó el inicio de la peor década de la historia reciente de Cataluña.

Cuando el entonces todavía presidente de la Generalitat José Montilla se refirió por vez primera a “la desafección” de amplios sectores de la sociedad catalana respecto al proyecto de la España común y plural, muy pocos quisieron entenderle. Ni en Cataluña ni tampoco en el resto de España. Como sucede siempre cuando se produce un conflicto nacionalista, el enfrentamiento es entre dos nacionalismos, ambos se necesitan y se retroalimentan, hasta el punto que el uno no puede existir sin la existencia del otro.

Han pasado ya casi diez años y apenas nada ha cambiado. Existe ahora una ventana de oportunidad para que se inicie un mínimo diálogo institucional y político entre el Gobierno de España y el Gobierno de la Generalitat. Pero tanto PP, Vox y Ciudadanos como JxCat, las CUP y la ANC se empecinan en torpedear una simple mesa de diálogo. Unos y otros se empeñan en derrotar al contrario, al que contemplan como un enemigo a combatir y a destruir.

Diez años irremisiblemente perdidos. Diez años que jamás podremos recuperar. Diez años de derrotas colectivas, de empobrecimiento no solo económico sino sobre todo social y cultural, convivencial.

¿Realmente valía la pena? ¿Ha valido la pena? ¿Vale la pena? ¿Valdrá la pena?