Erasmo de Rotterdam fue un adelantado a su tiempo. Ya era de izquierdas cuando el concepto político de izquierdas aún no se había inventado. Liberal y pacifista, Erasmo fue algo así como el Noam Chomsky del siglo XVI, solo que con mejor prosa que el académico yanqui. Hoy lo sacarían en la portada de El País Semanal sobre una moto pudorosa y macarra, y los independentistas llevarían su retrato dentro de un pin o crearían un emoji por aquello de “Non placet Hispania”, o no me mola España, que dijo el clérigo de Rotterdam, a pesar de que aquí fue donde más prosperaron sus ideas, hasta el punto de que Cervantes sería menos Cervantes sin Erasmo.

Pero el Erasmo que ahora tengo delante no es el que acabo de describir, sino uno de los múltiples que pintó glotonamente Holbein. Este ocupa la portada de bolsillo del Elogio de la locura y es un Erasmo que hace de Erasmo, un Erasmo que se interpreta a sí mismo. El pintor lo sorprendió en medio de la redacción de una frase y lo condenó para siempre a no concluirla. No sabemos en qué pensaba el religioso libertario holandés cuando Holbein lo retrató de perfil, como si fuese a protagonizar una moneda, todo él abrumado de invierno y sombreros, aunque solo lleve uno. El caso es que ahí sigue el pensador, dentro del cuadro, escribiendo en el latín vallisoletano y purísimo del Renacimiento y obstinándose en una pose de intelectual engagé, con su vehemente nariz de prestamista inclinada sobre la pluma y los labios aplastados en un gesto que sugiere más testarudez que concentración. 

Erasmo ya había escrito el Elogio de la locura, un impagable catálogo de la estupidez humana contada por sí misma, cuando el artista alemán lo retrató. Pero como la muerte no interrumpe nada, que dijo el poeta, y menos a Erasmo, me gusta creer que el humanista está componiendo un nuevo capítulo de su florilegio de necedades después de que su amigo Tomás Moro le haya leído una recentísima noticia de The New York Times, cuyo titular informaba: “Un hombre de 30 años muere después de asistir a una fiesta covid”. 

Y es que a muchos jóvenes norteamericanos les ha dado por organizar juiciosas fiestas en las que se invita a un infectado por coronavirus y en las que se prescinde de cualquier protección. Cada uno de los alegres presuicidas paga un dinero por participar, que se acumula en una hucha común. Se la lleva el primero que demuestre haber contraído la covid-19. Hace unos días, murió un tipo que asistió a una de estas fiestas. El coronavirus, dijo, era una patraña. Tan falsa y populista como la ley de la gravedad, que también es un invento de los rojos. Y ya se sabe que estos son tan mala gente que es muy probable que arruinen la paella valenciana echándole cebolla. 

En su Poética, Aristóteles ya consignó que el ser humano disfruta con la imitación de acciones, de modo que no sería insólito que alguien injerte este tipo de fiestas en nuestro país, sin duda para hacer todavía más amenos los telediarios. Por de pronto, el otro día salió en romería por una playa ibicenca un nutrido grupo de pancartas vociferantes. Las agitaban niños, adolescentes y adultos. Todos ellos con sonrisas desbordadas de dientes y felices por rebelarse contra la orden del Gobierno balear de llevar la mascarilla en los espacios públicos. Otros ni siquiera se manifiestan. No se la ponen y se acabó. “¡Que os divirtáis, pues! ¡Aplaudid, vivid, bebed, seguidores celebérrimos de la Insensatez!”, concluye Erasmo. Y contagiémonos, que la vida es corta y, además, no importa.