Hace ya muchas lunas, el profesor Rodríguez Adrados desgañitaba el bolígrafo en los periódicos advirtiendo del peligro de negarle utilidad social a las humanidades, que los sucesivos ministros de Educación empezaban ya a confinar en el piadoso gueto de las carreras decorativas. Por su parte, Adela Cortina demostró en un artículo relativamente reciente que las humanidades no solo han fomentado el progreso, sino que, al contrario de lo que sostienen sus detractores, contribuyen al aumento del PIB de los países.

Sospecho, no obstante, que ni estos ni otros bien ponderados escritos sirven para taladrar la piel coriácea de los planes de estudios actuales, más encaminados a crear técnicos, informáticos, trileros económicos y siervos de Amazon que a fomentar la reflexión, la sensibilidad, la empatía, el buen gusto, la ética, el juicio crítico. Nada tiene, pues, de sorprendente que las dicharacheras faltas de ortografía abunden en las respuestas de los exámenes universitarios. O que sea casi imposible recibir un wasap sin los signos de puntuación despendolados (siempre que los lleve, claro, y el mensaje no se reduzca a un pastoso galimatías de consonantes). Así las cosas, cualquier día de estos, nuestros estudiantes, a los que cierto periodismo zalamero definía años atrás como pertenecientes la generación mejor preparada, desfilarán en una procesión de carrozas pizpiretas para celebrar el día del Orgullo Ágrafo. Hay excepciones, por supuesto, pero la tendencia dominante es esta.

De tales precipicios y declives también se lamentaba Ramón Carnero. Con una congoja que era el reverso exacto de la indiferencia con que los lugareños han decidido saldar sus tradiciones, Ramón Carnero me contaba, días atrás, que este año, y van dos consecutivos, no se celebrará la vaca antrueja el Domingo Gordo de Carnaval. Ramón Carnero es algo así como el Voltaire de la comarca zamorana de Sayago. Escritor, albañil, etnógrafo y articulista sin pelos en la prosa, ha recibido amenazas por denunciar en la prensa los gatuperios, desmanes, chanchullos, trapisondas y desafueros de los caciques y políticos locales. Durante un tiempo, se sobrepuso al temor y continuó escribiendo lo que por dignidad no podía callar. Pero ya se sabe qué le aguarda a todo Rambo del periodismo: la temida y amistosa palmada en el hombro que anuncia el entierro de la sardina de tu nombre en los papeles.

Junto con otro puñado de sayagonalistas —Rocío Carrascal, Juan Antonio Panero, Esther Prada, Maribel Andrés, entre otros—, Carnero ha consagrado a su comarca lúcidos paginarios que, al principio, hubo de costearse de su propia faltriquera o recurrir al distrito portugués de Braganza para financiarlos. Porque aquí, en esta España en la que los gobernantes pocas veces invierten en cultura a menos que les asegure réditos políticos, ninguna institución pública echó un céntimo al cepillo del autor sayagués.

Zamora, sin embargo, merecía esos esfuerzos. Precisamente porque en esta provincia abandonada y aun desahuciada por las Administraciones —Zamora también existe y hasta tiene a su Labordeta, señor Sánchez, solo que su voz es de llanto y piedra— es donde tal vez se concentre el mayor número de mascaradas de invierno —supervivencia de los antiguos ritos de fertilidad prerromanos— de toda la península ibérica. Según los estudiosos, las localidades que las albergan constituyen las poblaciones más antiguas de Europa. Sayago es, de hecho, un magnífico santuario de la cultura popular donde la luz pasa más despacio. De ahí que haya hechizado a etnógrafos nacionales e internacionales de renombre. Y a documentalistas de toda laya y condición. Sin embargo, su rica cultura popular, de una belleza milenaria y sobria, felizmente opuesta a la cultura urbana del homo economicus, está a punto de desaparecer. Quizá para siempre.

Ramón Carnero lo sabe. Ramón Carnero, que ha luchado contra gigantes, se ha dejado vencer por un molino de viento, el peor de ellos, el del hartazgo. Frecuentó libros, desempolvó legajos, examinó fotografías, comparó sus recuerdos de niño con los que conservaban los viejos. Lo sostenía la convicción de poder resucitar el espectáculo de la vaca antrueja, que, aunque se celebra en Carnaval, nada tiene que ver con él. Forma parte de las mascaradas del solsticio de invierno, que, en algunos lugares, se prolongan hasta las Carnestolendas. Todas ellas son fiestas relacionadas con antiguos ritos de fecundidad que los romanos adaptaron a sus Saturnalias y Lupercalias. En estas mascaradas, los participantes no se disfrazan, como observó Calvo Brioso, sino que representan un papel. Es teatro callejero. Un teatro que además ayuda a purificar a la comunidad y a favorecer la cooperación mutua. Un teatro, en fin, heredero del profano medieval —las mascaradas van contaminándose con el paso de los siglos— que Carnero se obstinó en recuperar. Y lo logró.

En efecto, después de más de tres décadas sin verla a causa de la emigración durante el franquismo, la vaca antrueja volvió a corretear por las calles de su Pereruela natal. Y por allí debería seguir por estas fechas. Pero lo que no suprimieron multas, anatemas, excomuniones y prohibiciones civiles y eclesiásticas lo ha destruido una manzana, la que finge el logo del iPhone. Los jóvenes, y no tan jóvenes, prefieren la excitación del móvil a la minuciosa y lenta cultura de sus mayores. Ahí los tienes, me confesaba apenado el otro día un alcalde rural, con un cubata en una mano y con el teléfono en la otra. La vaca, llamada bayona en Almeida de Sayago, ya solo pervive en las mascaradas invernizas de esta localidad.

Y es que, sin los studia humanitatis, como decía Petrarca, y sin una conveniente pedagogía que explique, valore, salvaguarde y difunda lo mejor de las tradiciones culturales de los pueblos —no, los toros no son cultura, son mera barbarie— tendremos aldeas cada vez más deshabitadas. Y más deshumanizadas.