Un nuevo capítulo de la ya larga historia de incompatibilidad entre animales y humanos. Una historia en las que, por regla general, son los animales los que siempre salen perdiendo

En este caso le ha tocado a un joven oso negro que merodeaba por la ribera del lago Henry Hagg, a unos veinte kilómetros de la ciudad de Portland en Oregon. Una historia que comienza cuando el animal se acerca a los habitantes y visitante de la zona. Personas que, como diversión, empezaron a arrojar alimentos al animal. 

Lógicamente, el oso descubrió una sencilla manera de ganarse el sustento. Acercarse a los humanos y esperar que, mediante cucamonas, estos te tiren el sustento. Pero había un transfondo trágico en esa en apariencia provechosa relación.


Sacrificado por dócil

Día a día, el animal se iba acostumbrando a la relación con los humanos. Perdiéndoles el miedo, algo esencial para las especies salvajes. Y también perdía el nexo con sus instintos. 

Pero no dejaba de ser eso, un animal salvaje. Un animal que en cualquier momento, ante lo que considerara una amenaza, algo que le asustara o simplemente reaccionando porque sí, podía atacar a los humanos y fácilmente causarles graves heridas e incluso la muerte. 

De modo que las autoridades locales tomaron la única decisión que se les ocurrió para solucionar el problema, sacrificarle. Y es lo que hicieron hace unos días. Aseguraron que era la única solución, que los culpables eran los humanos que habían semidomesticado al pobre oso negro, que fue el que pagó las consecuencias de las malas acciones de los humanos, una vez más. 

Ahora se ha puesto en marcha una acción en Change.org para procesar a los responsables de la decisión de sacrificar al animal y los que la ejecutaron: pero ya será demasiado tarde para otro animal salvaje más. O mejor dicho, menos.