Soy de los pocos que quedan que aún traduce de manera automática los euros a pesetas. No solo para las grandes cifras –suele ser lo más habitual- cuando se calcula cuánto vale una casa o cuál es el precio de un coche., sino también en las pequeñas operaciones como un kilo de mandarinas, un café con tostada o un billete de autobús. Ello da cuenta de que pertenezco a la generación bautizada como los boomers, y también a que puedo ser algo cicatero y me he quedado anclado en los precios en pesetas de hace veinte años. Pero cuando alguien critica que aún traduzca todo a pesetas, yo les respondo que miren a ver sus sueldos en pesetas y si están en relación con los precios del euro que tan despreocupadamente pagan.

Sin duda, la crítica principal al euro y también la autocrítica es la pérdida de poder adquisitivo de los españoles en estos veinte años de euro. Hay honrosas excepciones en el mundo textil, o de la electrónica que, en gran medida, se justifican por el avance tecnológico y también en los vuelos de avión que se explican en una competencia brutal y en la obtención de ingresos de las aerolíneas por otras vías.

En general, los precios de los artículos han subido mucho en relación al alza de los sueldos. Hay numerosos estudios que demuestran cómo hemos perdido poder de compra con el euro. Una posibilidad que ya se planeaba al principio de instaurar la moneda única en la eurozona si no éramos capaces de producir productos y servicios de mayor valor añadido… y no lo hemos sido como economía y como sociedad. La diferencia salarial con nuestros colegas del centro y norte europeo se mantiene e, incluso, se ha agrandado en los últimos cuatro lustros de la llegada del euro. Nos lo advirtieron: ante la imposibilidad de devaluar la moneda –ejercicio habitual de la economía española en los últimos ochenta años- el ajuste vendría por los salarios con el fin de seguir siendo competitivos. Antes, lo éramos rebajando el valor de la peseta e importando inflación en nuestras compras al exterior.  Unas pérdidas de valor de la peseta que también debían compensarse con tipos de interés altos (altísimos) con el fin de atraer capitales extranjeros y evitar que el ahorro se depreciase por la subida de los precios.

Hasta aquí el grueso de los efectos negativos de la moneda única: la trampa de la devaluación ya no se podía hacer y el ajuste ha venido por la reducción de costes, principalmente salariales. Lo demás han sido todo ventajas y el euro ha traído una estabilidad impensable a las finanzas españolas, beneficiándose además de unos tipos de interés bajísimos que han aliviado la carga financiera de las empresas y familias endeudadas, así como del Estado. El efecto perverso ha venido del fuerte crecimiento del endeudamiento de nuestras finanzas públicas y privadas con un dinero muy barato y un inversor internacional amparado en el paraguas del euro.

Estamos protegidos, de momento, por el Banco Central Europeo (BCE) que se encarga en estos tiempos de pandemia de comprar toda la deuda que emitimos, incluso la lanzada por grande empresas. Todo un chollo. Disfrutamos de tipos bajísimos o negativos pese a la fuerte tasa de inflación que ahora mismo sufrimos y que –en el mundo de la peseta- supondría elevaciones drásticas de tipos de interés e imposibilidad de emitir deuda ante unos inversores internacionales desconfiado que solo estarían dispuestos a entrar si se les pagase generosamente el riesgo.

El euro en estos veinte años ha dado estabilidad a la economía española y obligado a los mandatarios económicos a pasar por el escrutinio de las autoridades europeas sus decisiones. Tras sustos pasados sobre Grecia y también con Italia y España en la crisis del euro de 2013, contamos con el apoyo del BCE y con su criterio –también discutible- para el manejo de nuestra economía. Pero esta protección europea no debe tomarse como un cheque en blanco. Si no cumplimos nuestros compromisos, si no generamos más riqueza y somos más competitivos el apoyo de la moneda única irá perdiendo efecto y se seguirá pagando con salarios bajos y elevadas cifras de paro.