Los últimos días han sido ricos en nuevos indicadores económicos. Así, hace unos diez días tuvimos el adelanto del PIB para el tercer trimestre, con una primera estimación del 0,2% de crecimiento. El mismo día conocíamos la cifra de la inflación del mes de octubre, que adelantaba una caída de la inflación interanual hasta el 7,3%, extraordinariamente alta pero por debajo de la media de la Unión Europea, después de haber estado varias meses por encima. Finalmente, los datos de la Encuesta de Población Activa, que adelantaba un crecimiento del paro pero también un crecimiento del empleo, y los datos de afiliación de octubre, que sumaban 103.000 personas más y 27.000 parados menos. Mientras estos datos nos permitían tener una visión más actualizada de la situación económica del país, los indicadores adelantados, como el PMI del Markit Institute, un indicador que muestra la evolución de los pedidos de la industria y los servicios, anticipaba una contracción, situándose por debajo de la expectativa.

Con este escenario es difícil adelantar hacia donde se dirigirá la economía. Los datos de crecimiento han evitado los peores augurios pero certifican en cualquier caso una importante desaceleración, que de momento todavía no afecta al empleo, que ha evolucionado mejor de lo esperado tras los datos decepcionantes del verano. Las subidas de tipos de interés del Banco Central Europeo, que, casi con toda seguridad, proseguirán en los próximos meses, contribuirán a seguir enfriando la economía, con riesgo de enterrar a la eurozona en una recesión durante el cambio de año, y, posiblemente, durante parte de 2023. La previsión es que la mayoría de los países de la eurozona se enfrentarán a un nivel de crecimiento muy bajo o incluso negativo, con la excepción de España, que, pese a las diferentes pronósticos de los diferentes casas de previsión, señalan un crecimiento que abarca una horquilla desde el 0,7% de la AIReF al 2,1% del Gobierno.

Entre medias, las previsiones iniciales de los organismos internacionales como el FMI, la OCDE o la Comisión Europea, que apuntan a una cifra alrededor del 1,5%. La diferencia de previsiones depende fundamentalmente de la estimación del precio de gas, y las incertidumbres sobre la plena ejecución de los Fondos Europeos. Con todo, se da por seguro -o casi seguro- que España experimentará una contracción en el último trimestre de 2022 y en el primer trimestre de 2023, pero manteniendo el crecimiento económico si se computa anualmente. Mientras todo esto ocurre, la prima de riesgo permanece notablemente estable gracias a la actuación del Banco Central Europeo, la deuda pública sigue alta pero reduciéndose, y las previsiones de déficit publico de este año y el que viene siguen una senda que, sin ser totalmente un cuadro fiscal lo suficientemente sólido, sí apunta a una reducción del déficit, con el grave problema del déficit estructural, que se mantiene elevado y sin visos de reducción en el medio plazo.

En definitiva, el escenario se mantiene, de momento, lejos de los peores temores de unos -y los sueños húmedos de otros- de que España se enfrente a una espiral autodestructiva de deuda, paro y recesión. Bien al contrario, España está mostrando una resiliencia inédita en un país que suele maximizar sus fragilidades en cuanto el ciclo económico se pone en su contra. Pero esta resiliencia no debe ser motivo de triunfalismo. Bien al contrario, la resiliencia de la economía española descansa, sobre todo, en unos salarios que están perdiendo poder adquisitivo a marchas forzadas, con caídas que se sitúan por encima del 6%, una cifra que, de consolidarse en el futuro, significaría una devaluación salarial real superior a la vivida en los años de la austeridad.

La resiliencia española no se puede fundamentar en el empobrecimiento de los trabajadores y, particularmente de los trabajadores más vulnerables. Si el poder adquisitivo sigue deteriorándose, el consumo no será capaz de reactivar la economía cuando la crisis de precios amaine, condenando de nuevo a España a un crecimiento mediocre, y posiblemente, insuficiente para seguir reduciendo nuestro déficit público y mejorando nuestra posición deudora. Con los precios de los combustibles por las nubes, será difícil que podamos crecer gracias a la recuperación del turismo, que pueden repetir los buenos datos del pasado pero que muestra señales de agotamiento como fuente de crecimiento económico. Es este, el poder adquisitivo de los salarios, el mayor factor de preocupación que deberíamos tener en el radar. Hay varias maneras de que ese poder adquisitivo se recupere. La primera es a través de una política contractiva agresiva que embride el crecimiento de los precios, política que traería asociada un importante coste social. La segunda es favoreciendo una recuperación vía salarios que, mal diseñada, puede retrasar todavía más la vuelta de la inflación a niveles razonables. La tercera es una vía intermedia que supone ajustar por la vía monetaria y fiscal, focalizar el apoyo en las personas más vulnerables y promover un crecimiento de los salarios más bajos y las rentas de los hogares más vulnerables, quizá empujadas ambas por una subida significativa del Salario Mínimo Interprofesional. Con esta combinación podríamos ayudar a moderar la subida de precios, y mantener la cohesión social en un año en el que el riesgo fundamental se sitúa ahí. Acertar con el mejor mix es difícil, pero no imposible.