El pasado día 27 de junio, con el impulso de un think tank conservador denominado “Civismo”, el sector más libertario de nuestra sociedad celebró el “día de la liberación fiscal”, en el que, atendiendo a una serie de cálculos retorcidos y erróneos, se considera que es el día en el que los ciudadanos “dejan de trabajar para el Estado” y comienzan a trabajar para sí mismos. Sorprende que el mismo think tank no haya calculado, con la misma metodología, el día en el que los trabajadores dejan de trabajar para los accionistas y empiezan a hacerlo para sí mismos, aunque sospecha, quien escribe estas líneas, que si fueran empujados a este debate, seguramente encontrarían mil y una formas de justificar la necesidad social de la remuneración del capital. Se trata, en cualquier caso, de un falso debate, pues tan necesaria es la aportación del capital como la aportación del sector público para el funcionamiento de nuestra economía.    

Frente a este mensaje, fruto del peor populismo fiscal, que sitúa los impuestos como un “robo” que un estado depredador ejerce sobre los ciudadanos, se alzaron las voces de economistas, políticos y analistas de diferentes orientaciones políticas, desde Ciudadanos hasta Podemos. La frase más repetida en las redes sociales y que hizo coincidir a portavoces económicos de diferentes partidos, fue la acuñada por Oliver Wendel Holmes: “Los impuestos son el precio de la civilización”. En otras palabras: los impuestos son un requisito imprescindible para llevar una vida en sociedad, para construir nuestra vida en común.

Y tienen razón: en un libro de Stephen Holmess y Cass R. Sustein, denominado “El costo de nuestros derechos”, ambos autores explican con una meridiana claridad que el libre ejercicio de los derechos conlleva siempre un coste económico. Hasta el más inviolable, según los libertarios, de los mismos, que es el derecho a la propiedad privada, existe porque su disfrute está garantizado por un sistema jurídico que acredita dicha propiedad frente a los demás y la defiende frente a los abusos de los asaltadores, ladrones o bandas de matones que se podrían hacer con ella por la vía de la fuerza. Ese sistema, por mínimo que sea, cuesta un dinero que hay que aportar. Así que incluso desde el punto de vista más radicalmente libertario, hay que pagar impuestos. A partir de ese momento, la discusión se convierte en una cuestión de grado: si es necesaria más o menos intervención pública y cómo se financia. Sin impuestos, sin aportación solidaria -en el concepto fuerte de la misma- no hay vida social posible.

Sin embargo, este razonamiento, que parece extraordinariamente sencillo, está perdiendo el pie frente al discurso del populismo fiscal. No hay partido político que no haya utilizado la frase “meter la mano en el bolsillo de los ciudadanos” para criticar las subidas o mantenimiento de los ingresos públicos. Es una frase que ha hecho triste fortuna, que olvida intencionadamente que los impuestos son una obligación cívica como lo es pararse en un semáforo en rojo o no tirar la basura a la calle. Los defensores de los impuestos se encuentran con un discurso agresivo, lleno de falsas premisas, y al que les resulta difícil responder. Si los impuestos son el requisito de la sociedad, ¿por qué nos cuesta defenderlos? ¿Y por qué nos cuesta defenderlos hoy más que hace diez años?

Sencillamente, porque vivimos en tiempos de desintegración social: cada colectivo o grupo social ha decidido, de algún modo, atender únicamente a sus intereses, erosionando los discursos universalistas que llevan aparejados, de manera ineludible, un sentido fuerte del concepto “solidaridad”. Solidaridad en el sentido clásico del término: el refuerzo de la vinculación social, de la reciprocidad, que conlleva obligaciones y derechos con respecto a las demás personas con las que convivimos. Solidaridad como la expresaba el economista Luis de Sebastián, desaparecido hace ahora 10 años, en la que nos hacía a todos “guardianes de nuestros hermanos”. Sin esa solidaridad “fuerte”, el debate sobre los impuestos se convierte en el cálculo de tendero entre lo que aporto y lo que recibo, entre lo que producimos y entre lo que dedicamos a los que estos libertarios consideran “improductivos” (al parecer un policía es improductivo y un guardia jurado es productivo), entre lo que recibimos a cambio de nuestra participación en la sociedad y lo que reciben otros. Una sociedad sin vínculo social está condenada a la desintegración.

Paradójicamente, en el momento en el que el planeta y las personas se encuentran más conectadas que nunca gracias a las nuevas tecnologías de la información, entramos en la era de la desconexión. Los países se desconectan de la economía global; las ciudades se desconectan del mundo rural, las élites económicas se desconectan de la sociedad; los intelectuales se desconectan de su público; los trabajadores fijos se desconectan de los problemas de lo que Guy Standing ha denominado el precariado; los adultos de los jóvenes. Cada vez más discursos se destinan a “los nuestros”, a nuestra tribu, sea cual sea esta. La crisis económica ha generado una serie de grietas profundas que amenazan la cohesión social y, con ella, la democracia tal y como la conocemos. El problema no sólo es la desigualdad que se genera, sino la ausencia de preocupación sobre la misma.

En 2011, Picket y Wilkinson explicaron que el problema fundamental de la desigualdad es su capacidad de acentuar otros problemas sociales: las sociedades más desiguales tendían a tener más problemas de violencia delictiva, enfermedades psicológicas, tasas de abandono escolar, embarazos de adolescentes e incluso problemas nutricionales como la obesidad. Dado un determinado nivel de renta, las sociedades con más desigualdad tendían a ser sociedades peores.

La crisis económica, y la posterior recuperación, han dejado profundas brechas en la cohesión social del país: a un mercado laboral fragmentado y precarizado, se une la rebaja de expectativas vitales para toda una generación que está comenzando su vida en estas condiciones. El estado social, tal y como está diseñado, ya es incapaz de hacer frente a estas brechas sociales. Las tentaciones de desconexión de los más afortunados se multiplican, debilitando en gran medida las bases sociales sobre las que se establecieron las democracias de la postguerra mundial. Puede que las palabras del economista David Lizoain, que habla del fin del primer mundo, o del sociólogo Guilluy, que vaticina el final de la clase media, sean demasiado negativas. Pero su intuición va en la buena dirección: si las sociedades siguen agrandando estas brechas y el sentimiento de desconexión se consolida, nuestras democracias corren un serio peligro.