Los más mayores recordarán que, este verano de 2022, hace 30 años que España entró en la modernidad: en 1992, España celebraba el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, la Expo Universal de Sevilla, se inauguraba la primera línea de Alta Velocidad en España, Barcelona celebraba sus Juegos Olímpicos y Madrid ejercía la capitalidad europea de la cultura. Un año enorme en el que nuestro país celebraba, no sin problemas, su incorporación a la corriente principal de la Historia. Eramos, por fin una democracia joven pero consolidada, con buenas expectativas y un creciente papel internacional. Treinta años después, la narrativa que nos acompaña está lejos de aquél optimismo, quizá desmedido. Después de la crisis financiera de 2008, los ajustes de 2011 a 2013, la crisis del Covid y una recuperación rota por la invasión de Ucrania, y medida en dólares constantes, España tiene hoy menos renta per capita que en 2007. Las razones para este mal desempeño de la última década son múltiples, y, a veces, contrapuestos, según sean los interpretes de lo ocurrido. Para unos, la acumulación de desequilibrios macroeconómicos en un contexto de una pobre gobernanza llevó a nuestro país a sufrir una tremenda crisis económica de la que sólo se recuperó cuando los mínimos ajustes que se pusieron en marcha funcionaron a mediados de la década de 2010. Para otros, lo que podría haber sido una crisis aguda pero pasajera se convirtió en una crisis auto infligida cuando la Unión Europea optó por la austeridad y la falta de mecanismos de compensación en una crisis asimétrica.

Ambas visiones, la ausencia de reformas en la economía y los perniciosos efectos de la austeridad, son los marcos interpretativos que compiten por hacernos entender lo que nos pasa. Y, dependiendo de las interpretaciones, llegan, por supuesto las soluciones. Para los defensores del enfoque de oferta, España es un país refractario a las reformas, patrimonializado por grandes empresas de sectores regulados, funcionarios y buscadores de rentas y subvenciones, y necesita un choque de competencia para acabar con el capitalismo castizo y clientelar. Para los defensores del enfoque de demanda, España es un país con el poder económico mal distribuido y que impide el desarrollo de una verdadera política fiscal y una política redistributiva los suficientemente amplia como para ampliar las clases medias y mejorar el consumo y la actividad económica. Aunque las visiones no son excluyentes, lo cierto es que en el discurso económico solemos dar importancia a una de las interpretaciones (se puede estar a favor de las reformas, pero poner el acento en la redistribución, y viceversa).

Puede que encontremos en la historia económica algunas de las ideas que nos faltan para entender nuestra situación. España es uno de los pocos países que parece haber escapado de la trampa de la “renta media”, donde muchos países se han quedado atrapados en los últimos 70 años. De hecho, son muy pocos los países que, teniendo rentas medias, han conseguido alcanzar los niveles de rentas altas que disfruta España, incluso teniendo en cuenta la década perdida. Puede que buceando en la historia de nuestro desarrollo económico encontremos algunas razones nuevas para entender lo que nos ocurre y cómo superar este nuevo límite que parece haberse establecido en el tope de 2007, hace ahora 15 años, cuando España alcanzó su máxima renta per capita -siempre medida en dólares. Las preguntas que podríamos contestar tienen que ver con la poca calidad de nuestras instituciones, la débil competencia de nuestros mercados, la ausencia de una política fiscal suficiente, los desequilibrios territoriales o la desigualdad socioeconómica, por señalar sólo algunos de los principales problemas. Con todo eso, que no es nuevo, España despegó en los año 50 y 60 y hoy es un país homologado y homologable a cualquier democracia avanzada, con una renta per capita que se ha multiplicado por cuatro en los últimos 60 años -de hecho, se multiplicó por 4 en 45 años, algo sólo al nivel de unas pocas economías como Corea del Sur y otros tigres asiáticos.

Entonces, ¿qué es lo que nos está pasando? Puede que España siga atrapada, como lo está Italia, en una nueva trampa en el camino del desarrollo. Una trampa que no nos permite mantener una senda de crecimiento económico y bienestar. Analizarla y comprenderla puede ser lo mejor que podemos hacer en los próximos años. Puede también que, dadas nuestras fragilidades, seamos más susceptibles que otros países de ser vulnerables a una tendencia global de descenso del crecimiento de la productividad y bajos niveles de crecimiento económico, tendencia que está notablemente documentada. También puede ser que los mecanismos de convergencia que nos hicieron crecer aceleradamente se hayan paralizado o que hayan cambiado de domicilio al mirar hacia el este de Europa. Maldecir nuestra suerte sirve de poco a nivel social, por muchos réditos que ofrezca a los múltiples reformistas con micrófono incorporado. Sería más interesante explorar la historia económica en búsqueda de ejemplos de países que han podido superar esa trampa, que, ya adelanto, no son tantos. Serán los datos y el análisis desapasionado el que nos permita comprender lo que pasa, y no las soflamas, por muy aplaudidas que sean.