Confieso que me ha costado decidirme a escribir sobre este tema. Pero confieso que también me costaba no escribir sobre ello, porque, aunque dice un proverbio árabe que “si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo digas”, a poco que aquí se rasque, hay poca belleza y mucho dolor. Así que, entre la opción entre hablar o callar, me la juego. Doble o nada.

Como supongo que mucha gente habrá adivinado, me refiero a ese asunto tan mediático que ha hecho que por unos días apenas se oiga hablar del maldito coronavirus que nos está amargando la vida. Algo es algo. Primer tanto en contra del silencio.

En ese asunto acerca de la vida de una mujer a la que todo el mundo conocía desde antes de nacer, hay de todo. Pero, por encima de todo, una historia de maltrato psíquico contado por ella de un modo desgarrador. Y léase que he dicho “contado por ella” porque este no es el lugar adecuado para dictar sentencia, ni yo voy a hacerlo. Tampoco lo es un plató de televisión, a mi entender. Tanto a favor del silencio. Aunque tal vez sea un tanto que haya de ser sometido al VAR. Veremos.

La cuestión es que la repercusión del programa fue tremenda. Nada menos que cuatro millones de espectadores estaban delante de sus televisores escuchando hablar de un tema, la violencia de género, del que muchos de ellos no escucharían una palabra ni aunque les ataran a la silla. Y eso, desde luego, sí es un tanto a favor de la palabra. Incluso, si de baloncesto se tratara, sería una canasta de tres puntos.

Pero hay contrataque. Las redes se llenan de comentarios alrededor de un solo eje, si se cree o no se cree a aquella mujer que llora ante nuestros estupefactos ojos. Craso error. No es el lugar ni el momento, a mi juicio, de manifestar si se la cree o no, por más que pueda hacerse. Porque creer a alguien es una cosa, y que pueda probarse lo que cuenta es otra muy distinta. El mensaje es una y otra vez en contra de una justicia que, según se afirma, no la creyó. Sin embargo, hay que ir más allá. Las personas que nos escondemos debajo de las togas creemos -o no- a quien tenemos ante nuestros ojos como cualquier ciudadana ante las pantallas de televisión, pero no siempre podemos acusar o condenar cuando no hay más prueba que esa, y no reúne, por las razones que sea, los requisitos que la convierten en apta para cargarse ese pilar del estado de Derecho que a veces olvidamos, la presunción de inocencia. El peligro no es poco, que cale el mensaje de que no vale la pena acudir a la Justicia porque si no la ayudó a ella, no ayudará a nadie. Y esto es otra canasta de tres puntos, esta vez para el equipo del silencio.

No se trata de juzgarla. Ni yo ni nadie tenemos legitimación para cuestionar a una víctima, haya sido cual haya sido su periplo vital y judicial. Ni siquiera me atrevo a cuestionar si ha cobrado o no, o si debió hacerlo. Es un hecho notorio que la persona a la que ella no nombra -ni yo tampoco- lleva toda su vida lucrándose del hecho de haber estado casado con la hija de una inigualable folklórica, la mujer que ahora llora ante nuestras pantallas. Por tanto, poco se le habría de reprochar a ella por pasar por caja, aunque pueda parecer que enturbia el mensaje. Así que cambiamos de deporte al del ajedrez, y en este punto hay tablas.

Como tablas hay, quizás, en lo tocante al medio elegido. Si bien no es el más adecuado para tratar un tema tan relacionado con el machismo, habida cuenta la profusión de espacios donde el machismo campa por sus anchas, tampoco se le puede reprochar que escoja, precisamente, el medio donde la han linchado, y donde su ex sigue -seguía- lucrándose con los eternos flecos de su historia.

Sin embargo, el cómo me produce menos dudas. Aunque el documental, a pesar de estirarse más de los conveniente, refleja bien el dolor de la mujer, sin adornos ni alharacas, el modo de ponerlo en antena es otra cosa. Especialmente, el hecho de que, en mitad del programa y en pleno clímax, se sorteen 12.000 euros como la cosa más natural del mundo, o se hagan encuestas en que los espectadores hayan de pronunciarse a favor de una u otro, como si de una casa de apuestas se tratara. Punto a favor del silencio, y extra si miramos, aunque sea con la nariz tapada, el resultado de las encuestas.

No ocultaré que sigo entre la estupefacción y el corazón partido. Creo que podría ser importante visibilizar no solo la violencia de género, psíquica y física, sino también la violencia vicaria, la que se ejerce a través de las hijas e hijos. Pero de ahí a entender que estamos ante la nueva Ana Orantes, hay un mundo. El terrible caso de Ana Orantes consiguió que los temas relativos a la violencia machista se sacaran de las páginas de sucesos y fueran a las de sociedad. Ahora corremos el riesgo de recorrer el camino inverso hacia la frivolización: que la violencia de género pase de las páginas de sociedad a las del corazón. Y eso sí es un peligro. ¿El fin justifica los medios? Pues ahí está la pregunta del millón

 La otra cuestión que me preocupa hasta angustiarme es la de la desconfianza en la justicia. Es obvio que estamos muy lejos de la perfección, y también lo es que el machismo de la sociedad impregna a la justicia en la misma medida, pero lo que no podemos extraer es la conclusión fácil de que no vale la pena denunciar, porque estaríamos tirando piedras a nuestro tejado, y trasladando el mensaje contrario que el pretendido. Hay que repetir una vez y otra que, aunque es posible que denunciar no sea siempre la respuesta, no denunciar no lo es nunca.

 Por último, he de insistir que las comparaciones con Ana Orantes me dan miedo. No hay más que pensar como acabó ella y que, aunque se ha convertido en un símbolo, el precio que pagó por ello fue altísimo,

 Aquí no hay una respuesta única, ni tampoco caben medias tintas. Doble o nada. Que cada cual decida.