La catástrofe medioambiental que causó el hundimiento del Prestige ha tenido una equivalencia paradójica y triste en la catástrofe ocasionada por su tratamiento judicial. El chapapote de la codicia inundó las costas gallegas hace once años, y un nuevo chapapote de ignominia y frustración ha golpeado cruelmente en estos días sobre el sentido de la justicia en la sociedad española.

No hay culpa ni responsabilidad. Al parecer, la justicia contempla el desastre del Prestige como si de un fenómeno natural se tratara. Algo así como una tormenta o un terremoto. Nadie tiene la culpa. De nada ha servido probar que el barco arrastraba 30 años de antigüedad, que presentaba graves problemas estructurales, que fue una irresponsabilidad llenarlo de fuel y ponerlo a navegar, que fallaron terriblemente armadores, fletadores, tripulantes, inspectores y autoridades marítimas. Da igual, ¿quién tiene la culpa de que llueva?

El daño ocasionado sobre la ya mermada confianza en la justicia ha sido tremendo. No ha habido culpables en la quiebra del sistema financiero y no hay culpables para la quiebra de nuestro ecosistema. Los criminales que especularon con el paro y la pobreza de cientos de millones de criaturas disfrutan tranquilamente del botín en sus lujosas mansiones. Y los criminales que vertieron toneladas de veneno sobre nuestro medio ambiente respiran tranquilos, porque conocen bien el sistema.

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