Votar se votará. Ni el mayor Trapero lo podría impedir en el caso de que dispusiera de tiempo y efectivos suficientes para hacerlo, ni el empeño de la Guardia Civil lo evitará a pesar de saltarse algunas líneas rojas de los derechos políticos. El ahínco con tendencia al exceso con la que se prodigan jueces y fiscales, atacando la logística (los ayuntamientos, las escuelas), la línea de suministros (proveedores de papeletas, urnas o distribución de notificaciones), la maquinaria de agitación y movilización (ANC y Òmnium) y eliminando el órgano de las garantías electorales (la Sindicatura electoral) va a ser suficiente para desnudar el referéndum de sus atributos de credibilidad y seguridad jurídica, pero resultará insuficiente para anular la determinación de votar de muchos catalanes, movidos ahora ya por razones diversas.

Siempre pendientes de que los halcones jurídicos y policiales puedan extralimitarse definitivamente hasta llenar las calles de indignación en la misma jornada del domingo, se intuye que la presión desatada por el Estado va a obtener su premio: alejar el 1-O de Venecia y de la bendición de su comisión de vigilantes de las garantías inexcusables de un referéndum. Curiosamente, este éxito parcial proporciona a los dirigentes independentistas la excusa perfecta para despreocuparse de todo tipo de garantías en la convocatoria: discúlpennos, el autoritarismo nos impide hacerlo mejor.

La fórmula para driblar la reacción judicial en cuanto se suspendiera la ley del referéndum y su decreto de convocatoria era desde el primer día la del referéndum artesanal. Ahora ya es público y asumido por sus convocantes. El acoso del Estado de derecho y la firmeza legalista de los grandes ayuntamientos del país constituyen, según el argumentario oficial, una fuerza mayor que justifica el incumplimiento de los preceptos venecianos. Y una vez aceptada la rebaja del standard de la normalidad electoral, en otro tiempo glosada como imprescindible, todo es más fácil.

Las dificultades para notificar en tiempo y forma a los miembros de las mesas su obligación de comparecer permitirán un mayor protagonismo de los voluntarios independentistas. La renuncia de los miembros de la Sindicatura Electoral ahorrará algunos trámites: cómo se forman las mesas en caso de incomparecencia de los seleccionados, la vigilancia del recuento y la proclamación de los resultados. La imposibilidad material de mandar las tarjetas censales a los domicilios de los convocados obliga a la búsqueda de las indicaciones de dónde votar en el ciberespacio, un engorro para algunos, un incentivo para los motivados.

La artesanía digital y la predisposición de algunos empresarios a colaborar con la causa ofrece numerosas alternativas para la producción descentralizada de materiales electorales, hasta alcanzar la modalidad doméstica de papeletas e incluso urnas, si un golpe de suerte policial descubriera a última hora los escondites. Las entidades independentistas y los voluntarios anónimos asegurarán el mínimo de la resistencia: urnas y papeletas para votar en un número suficiente de colegios como para suponer la celebración de una consulta. La disputa está cantada: ¿la magnitud del voto así captado permitirá paliar los defectos formales de la convocatoria, a estas alturas innegables?

Un referéndum artesanal es menos que un referéndum veneciano y algo más que un mero ejercicio de movilización del independentismo. Pero tendrá su valor político y representará algo. Cómo poco, una demostración de fuerza política y de voluntad colectiva, fuera del alcance de cualquier otra idea. Aun suponiendo que vaya a ser así, un éxito relativo, endulzado por el hecho de haber burlado al estado, ¿va a justificar este balance la tensión interna provocada en Cataluña y el riesgo asumido por las instituciones catalanas? Esta es una cuestión que queda para la semana próxima.

El otro protagonista de un éxito relativo será el Gobierno de Rajoy. Su ejército de fiscales, jueces y policías habrá sido capaz de frustrar el referéndum unilateral, pero a costa de fortalecer el movimiento soberanista con la simpatía de miles de escépticos ante la independencia pero militantes en la defensa de la democracia y las instituciones catalanas. Contra Rajoy y por la democracia, este es el auténtico eslogan para el próximo domingo, potenciado por el debate de las últimas semanas en el que las bondades y defectos del estado propio han sido relegados voluntariamente a un discreto segundo plano. El gobierno del PP deberá afrontar el próximo martes una pregunta delicada: ¿podrá soportar el Estado de derecho su manejo indiscriminado y su instrumentalización permanente para abordar un conflicto político?