"No soy de fotos, la verdad", me dice Silvia, que se autodenomina "torreta". Silvia no es de selfies, es más de leer, así que me manda una foto de su torre de 30 metros de altura en mitad de la Sierra El Madero, provincia de Soria. Matalebreras, se llama su torre, en la que pasa diez horas sola cada día cuando está de guardia, pero en la foto, ella no está. "Para la próxima", dice, con una sonrisa inmensa y transparente que no veo, porque hablamos por teléfono, pero que me transmite su voz.

Soy periodista de boli y cuaderno, y tendría para escribir un libro con todo lo que me han contado las mujeres de fuego que forman parte de los operativos de extinción de incendios forestales en el mapa de nuestro país, pero sé que tengo que resumir hojas enteras de borragatos, como dirían en mi pueblo, en un solo artículo. Un desafío.

No se conocen entre ellas, pero lanzan un mensaje común. Que esto es vocacional, que no se hace por dinero; que el amor por la naturaleza, la responsabilidad, la adrenalina y el reto son lo que les impulsa cada día a viajar kilómetros en su propio coche por pistas forestales llenas de baches, a surtirse de agua y comida a sí mismas, a pasar demasiadas horas fuera de casa o luchar contra el desánimo con el paso de los años, pero también a superar sus propias dudas y, a veces, lidiar con alguna que otra ceja arqueada que pretende minar su autoestima, porque, no podemos negarlo, son mujeres en un mundo de hombres.

Está es la torre de vigilancia de Silvia, en Soria

Silvia, los ojos de la montaña

Silvia sólo tiene 28 años, pero tres campañas de incendios a sus espaldas. Pertenece a un colectivo, los vigilantes de torres, que en realidad figuran como "escucha de incendios", en el que hay más mujeres con respecto a otras categorías dentro de los operativos.

"Supongo que es un trabajo con menos riesgo, o al que se supone menos riesgo a ojos de la sociedad, pero cuando empecé, el que entonces era mi jefe me dijo: pero... ¿tú sola en medio de la montaña?, y aunque nunca me he sentido en peligro, sí es cierto que un día se me subió a la torre un ciclista que pasaba por allí, a ver las vistas", dice. Y es fácil imaginar sus ojos abiertos como ventanales. "Mi jefe nunca hubiera dicho eso si yo hubiera sido un hombre".

Su torre, la que tiene asignada, en la provincia de Soria, pero a 40 kilómetros del límite con Aragón y a poco de La Rioja, tiene en el entorno 150 kilómetros, hasta 200 de visibilidad, a los que pega la vista durante diez horas al día cuando está de guardia. La soledad se hace dura, pero aprovecha, entre vistazo y vistazo a los prismáticos, para leer, elaborar planos de la zona y localizar puntos de referencia.

"Estamos infravalorados, pero somos los ojos de la montaña", dice, desde 1.500 metros de altura. Ella alertó desde Castilla y León del incendio de Añón de Moncayo, pero lamenta que hay quien cree que pasan diez horas echando la siesta, que no prestan atención, "y cuando eres mujer", dice Silvia, "las faltas de respeto de algunas personas se incrementan", aunque insiste en no generalizar, porque "hay compañeros que son unos soles y nos dan mucha fuerza en nuestras batallas personales".

Sin embargo, recuerda que cuando fue a por su uniforme y le dieron una talla XS de hombre que aún le quedaba grande, quien le dio el uniforme le dijo que "tomara colacao", y que hay compañeras en cuadrillas que le cuentan que una mujer entre doce hombres es como una competición entre ellos "a ver quién se la liga primero".

Las torretas ven las llamas desde arriba. "Cuando vemos humo, llamamos por radio desde una torre que tiene un metro y medio de diámetro al Centro Provincial de Mando, damos los grados que nos muestra la alidada, las características del humo, el color, la morfología, la población cercana que podamos reconocer, y podemos saber hasta qué especie es la que se está quemando por el humo que vemos".

Pero a eso ayuda poco la formación recibida. "Cuando empecé, aprobé un examen sobre ciento cincuenta hojas de pinceladas sobre topografía, geografía y geolocalización, pero no tenemos la formación que necesitamos, y además, herramientas muy rudimentarias. Yo tengo suerte porque mis prismáticos, que igual tienen quince años, al menos son buenos, pero hay compañeros en otras torres que tienen aparatos de 30 euros, en los que no se ve nada".

Desde el CPM se llama entonces a las torres con visión compartida con la que da el aviso, y triangulan la zona del incendio. Pero hasta el 1 de julio pasado, Silvia estuvo sola. El resto de torres en su campo de visión estaban vacías aún, porque no se habían resuelto los contratos. Porque, a pesar del adelanto de los grandes incendios forestales fuera del periodo de peligro alto, aún no había comenzado la campaña. "Era una responsabilidad tremenda para mí".

Silvia cobra un salario base de 900 euros, conduce su propio coche por la pista forestal  para llegar a su puesto de trabajo. Lleva en el maletero 5 litros de agua, para las diez horas que va a pasar en la torre, y su comida. Si conduciendo, de regreso al atardecer, le sale un animal o pincha una rueda, el problema es suyo.

La torre no tiene vientos que la sostengan y está expuesta en los vendavales. Entra agua dentro cuando llueve y Silvia no tiene arnés ni línea de vida, ni sistemas de protección para subir o bajar por las escaleras de madera esos 30 metros hasta lo alto.

Vive en un pueblo muy aislado y estos cuatro meses de campaña, -de julio a octubre-, mientras tiene trabajo en el operativo, se aloja en una casa que le han prestado, más cerca de la torre, aunque hay quien se hace 150 kilómetros para llegar a la suya, y algunos, hasta caminando, porque los baches de las pistas no les permiten seguir conduciendo, así que dejan el coche y continúan a pie.

Hay otro escucha que vive en Ágreda, pero trabaja en la torre de San Pedro Manrique, y ella, que vive en San Pedro Manrique, trabaja en la torre de Ágreda, pero no les está permitido intercambiar puestos. "Tendría que renunciar al mío y partir de cero. No me puedo arriesgar", cuenta.

Cuando en octubre se vaya al paro, porque termina su contrato, Silvia subsistirá el resto del año con lo que le da la tierra. "Tengo huerto y animales", dice. Y la imagino alzando los hombros.

Esta es Lucía, bombera en una cuadrilla helitransportada

Lucía, la adrenalina en helicóptero

No conozco a Lucía, pero suena tremenda. Tiene 35 años, nació en Italia y se crió en Madrid hasta los 18. Fue socorrista, monitora deportiva y recolectora en el campo, pero, sobre todo, se confiesa enamorada de la montaña, vive a salto de mata y después de estudiar el módulo de forestales de FP y el grado en Ciencias Ambientales, lleva cuatro años enrolada en esto de los incendios, porque le mueve la adrenalina, la pasión, la vocación, y, en definitiva, sentirse viva.

Empezó en Castilla-La Mancha, pero ahora su base es Villaeles de Valdavia, Palencia. Forma parte del PAPA-1, la única brigada helitransportada en esa provincia, y con categoría de peón, porque en Castilla y León los bomberos forestales no tienen reconocida la categoría de bomberos forestales, aunque ejerzan y arriesguen la vida al borde de la manguera, o donde sea. Son peones.

Allí se monta en el helicóptero y desde arriba ve el incendio, que a veces parece razonable y cuando aterrizan, resulta que no lo es.

Este verano se ha enfrentado a los fuegos de Figueruela, en Zamora, y Dobro, en Burgos. "En Figueruela", confiesa, "con muchos frentes activos, la llama se imponía por muchos sitios, así que subíamos por los cortafuegos esperando ver qué nos encontrábamos en el valle siguiente". Y en Dobro, relata, "desde el helicóptero, parecía fácil de controlar, pero cuando bajamos, las llamas corrían muy rápido con el viento, y conseguimos mantenerlo con los batefuegos gracias al tendido de mangueras de una Charlie".

Pero Lucía recuerda, sobre todo, el primer Gran Incendio Forestal que vivió, en Riópar, Albacete, en 2017. "Nos activaron a las diez de la noche, y estábamos a la otra punta de Toledo, así que llegamos para empezar a extinguir a las cuatro de la madrugada. Yo nunca había escuchado crepitar a los árboles de noche. Sobrecoge".

"Teníamos que llegar al otro lado de la ladera, rapelábamos por las mangueras, pero no llegamos hasta donde nos mandaron, porque el fuego podía atraparnos por detrás... y eso es frustrante. Así que al día siguiente, había material rodante, piedras y árboles que caían de los que nos avisaba el capataz, pero al final, conseguimos anclar, y eso fue una satisfacción intensa de trabajo en equipo".

"Hay una parte ética en esto", afirma, "salvar un árbol, un animal o a una persona, un trabajo acorde a tus valores, pero también hay otra parte de adrenalina, trabajo en equipo y emoción, que engancha".

¿Problemas por ser mujer en esta profesión? "Sin generalizar, siempre me han hecho sentirme arropada y válida, pero llegar a un incendio y ver cómo se saludan los chicos y no me saludan a mí... partimos de que van a dudar de nosotras, así que tenemos que demostrar cinco veces más, porque la sociedad es machista en general, y hasta hace poco, esto era un oficio masculino", reconoce.

"Estamos deseando que vengan más chicas, porque a veces es sutil, a veces son bromas... pero esa desigualdad, en modo consciente o inconsciente, está ahí, a pesar de que las carencias no tienen que ver con el sexo".

Está es Vanessa, la punta de lanza de una cuadrilla terrestre en Castilla-La Mancha

Vanessa, la punta de lanza

Es una veterana, una de esas mujeres de carácter, que si alguna vez ha visto un mal gesto, en realidad, no lo ha visto, y si lo ha visto, no le ha prestado atención.

"Nunca he tenido problemas con los compañeros, jamás", dice, "porque en el mundo rural, lo normal es que la mujer haga trabajo duro, que esté con el ganado o vaya a segar, eso sólo sorprende en la ciudad", y en este trabajo, opina, "además de aptitud, tienes que tener actitud".

Vanessa tiene 43 años y dos hijos de 20 y 16, lleva 18 veranos en la extinción de incendios en el operativo de Castilla-La Mancha y organiza "espacios" en Twitter por las noches sobre incendios forestales en los que se habla, por ejemplo, del tratamiento de los medios de comunicación, o de las quejas sobre el avituallamiento, en los que participan decenas de usuarios de la red social de todo el país.

Ella es "punta de lanza" en todos los sentidos. Es la que aboca la manguera ante las llamas en primera línea, liderando a quienes van detrás, y también explica, a quien le quiera escuchar, que un operativo de incendios forestales que esté activo y sea permanente los doce meses del año es un modo de fijar población.

"Yo vivo en la comarca de La Jara, en Toledo, y mi base es Sevilleja de la Jara", dice, "así que si tengo que estar en mi base, activada, en un máximo de 45 minutos, cuando se nos avisa, no puedo irme a vivir a Talavera, porque tardo una hora".

Entre las situaciones de más peligro vividas en estos años recuerda una en 2005, un día en que, durante un incendio, el ayudante de una autobomba no estaba; no recuerda lo que le había pasado, pero el caso es que no estaba.

"Me fui con el conductor a una charca a cargar y de repente, el fuego nos cercó. No pensábamos que el fuego iba a llegar tan pronto, así que dejamos el camión en una zona libre y nos tuvimos que meter en el agua. Con el tiempo, llega un momento en que lo normalizas. Nos miramos y dejamos los móviles en el camión, porque si nos los llevábamos al agua, se estropeaban. Y el conductor me decía que esperaba que el camión no se prendiera porque, además, había dejado allí una cartera con 50 euros y eso no se lo cubría el seguro", se ríe.

Vanessa recuerda que, que desde que ella empezó, aprobando un examen escrito básico, unas pruebas físicas y un reconocimiento médico, el sistema en Castilla-La Mancha ha dado un vuelco absoluto.

"Entrábamos novatos totales, te daban un mono, botas, casco y guantes y lo aprendías todo tú solo en el día a día". Ahora, la formación llega a niveles de crear un incendio en miniatura en un banco de arena para explicar cómo atajarlo, "con su sepiolita, sus barrancos y sus figuritas".

Ella es fija en GEACAM, la empresa pública del INFOCAM, trabaja doce meses al año con condiciones laborales estables, puede vivir de su profesión y no quiere jubilarse.

"No quiero", dice, "porque eso significa que has cumplido una edad y has terminado con algo, y yo quiero seguir trabajando. Cuando voy de vacaciones no veo paisajes, veo combustible y rutas de escape".

¿No piensas en hacer otra cosa en el futuro? "No", contesta. "Cuando no quede más remedio, supongo que tendré que dar un paso atrás, pero mis hijos y mi pareja me han conocido así, saben que esto es lo que va conmigo, que yo miro el móvil y lo primero que veo es el incendio de hoy en Alicante, y digo 'buff'".

Toñi, la precursora

Toñi es ingeniera técnica forestal, 48 años y 22 en el operativo. Dejó Veterinaria en el primer curso, por aquello del destino. Cuando era pequeña, le cuidaba un matrimonio en el que el hombre era agente forestal, en los tiempos de ICONA, y resulta que luego se enamoró de un agente medioambiental, así que parecía que estaba escrito, porque acabó dándose cuenta de que le encantaba el medio natural, y también la lucha contra los incendios.

"Hago guardias desde el año 2000", dice, "y pasé a ser jefe de jornada sin ninguna formación; entré en enero y en julio me tocó enfrentarme al primer incendio, sin tener ni idea. Todos los cursos que he hecho para formarme los he hecho por mi cuenta y los he pagado yo".

"Sé que soy una privilegiada", dice, "porque aprobé una oposición, pero quien está con contrato, está por vocación, y si no la tiene, acaba abandonando", algo que ella misma se plantea a día de hoy.

"Las condiciones cada vez son peores y el sistema, aunque ha mejorado mucho, sigue sin ser lo que debería ser. Cuando la gente está a disgusto, va a responder peor, y a mí no me gusta trabajar y ver trabajar en malas condiciones, a desgana. Yo no asumo el riesgo cuando mi cuadrilla está podando y tiene que dejar la poda, ponerse el EPI e irse a apagar un fuego".

Toñi entiende que los bomberos forestales tienen toda la razón en sus reivindicaciones. "Están hasta 20 horas en un incendio cuando salen en convoy, de viaje, y no nos dejan irnos cuando lo pedimos, pero tienes que responder de esa gente que va contigo y a la que se está poniendo en riesgo, y yo no puedo vivir con eso, con ese cargo de conciencia, si a alguien le pasa algo. Poco nos pasa".

"Yo no lo sé, pero apostaría a que Daniel murió porque asumió el riesgo de salvar su tierra, y si no nos pasan más desgracias es porque tienen un angelito de la guarda", lamenta.

"Al principio de este verano no había medios, y si en una noche cae una docena de rayos, como en la Sierra de la Culebra, y no hay medios, se nos desmadra y el incendio se pone fuera de la capacidad de extinción, y al día siguiente puedes mandar tropecientasmil personas, pero ya te da igual, y a mí en esas condiciones no me apetece trabajar", afirma.

Con 22 años de experiencia en el operativo de Castilla y León, Toñi considera que una mujer en el mando tiene que imponer su carácter cuando no se le respeta "con las uñas fuera, poniéndote la coraza de dura y de borde", pero eso sí, cuando se equivoca lo reconoce y pide disculpas.

Con cierta sorna explica que "luego el consejero dice que la culpa es de los técnicos porque no pedimos suficientes medios, pero si los pides, te dicen que esto es lo que tienes, y nuestras desbrozadoras han causado incendios como el de Castronuño, en Valladolid, este año, porque en verano no se pueden hacer tratamientos selvícolas, pero los hacemos".

"Políticamente les van dando detrás de las orejas", concluye, "pero no espabilan".

Toñi busca fotos para mí en las que aparezca trabajando, pero no las encuentra. Ella tampoco es de selfies, y las que le hizo una amiga, no las conserva. Lo siento tremendamente, porque me habría gustado ponerle cara en esa imagen del verano de 2021, cuando llegó a Navalacruz, en convoy, con su equipo.