Los planes de Carles Puigdemont de dividir y enfrentar el independentismo marchan viento en popa, secundado eficazmente por Quim Torra, quien ya no tiene ni inconveniente de reírse en la cara de ERC en el mismo Parlament cuando sus socios le reclaman apoyo para forzar una simple reunión de la Mesa de Negociación con el gobierno de Pedro Sánchez. El largo proceso de división, iniciado antes incluso de confirmarse el fracaso de octubre de 2017, no tiene por qué ser una mala noticia para los independentistas si es la antesala de la reconstrucción del modelo partidista vigente y la sustitución de los dirigentes implicados en el mayúsculo error de cálculo del Procés. El sector que viene planteando esta renovación integral del independentismo oficial confía que Puigdemont acabe provocando esta catarsis voluntaria, aunque nadie puede descartar un cataclismo involuntario.

La batalla entre Puigdemont y su antiguo partido, el PDeCat, apunta a un final judicial para dilucidar a quien pertenece la marca electoral JxCat, creada formalmente por CDC y PDeCat, pero inscrita a título personal por dirigentes de este partido, uno de los cuáles se ha hecho con los derechos antes de pasarse a las filas del disidente de Waterloo. En esta crisis entre viejos colegas del centro derecha nacionalista se intuye algo más que diferencias estratégicas insalvables; se parece mucho a un ajuste de cuentas entres dirigentes despechados personalmente, bien azuzados por los recién llegados, convocados por el aura de rebelde del ex presidente de la Generalitat y hoy presidente del Consell per la República.

La disputa por el nombre de un partido no es algo nuevo en Cataluña. El antecedente más conocido, salvando las muchas diferencias entre los actores actuales, es el protagonizado a finales de los años setenta del siglo pasado por Joan Raventós y Josep Pallach por hacerse con la denominación PSC. El primero provenía de Convergència Socialista de Catalunya y el segundo del Reagrupament Socialista i Democràtic de Catalunya; los dos impulsaron un PSC y pugnaban por el reconocimiento internacional, especialmente por parte del SPD alemán. Así durante un tiempo existió el PSC (C) y el PSC (R), hasta que nació el Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC-PSOE), en el que además estos dos grupos confluyeron la Federación Catalana del PSOE y militantes del PSP entre otros. El éxito de la unidad del socialismo catalán es conocido, aunque Pallach no pudo verlo por su muerte prematura.

El independentismo más incómodo con los actuales partidos de este universo, incluida la ANC, por considerarlos responsables de la gran división del mismo, no piensan ni de lejos en una operación de este tipo, a la que consideran un ejemplo paradigmático del régimen del 78. Simplemente confían en el renacer del movimiento tras las actuales maniobras de enfrentamiento interno, tanto entre los dos grandes núcleos formados al entorno de Oriol Junqueras y Carles Puigdemont, como en el sub espacio original de CDC del que han nacido directamente hasta ahora, cinco nuevas marcas (JxCat, LLiures, PNC, Convergents, LLiga), seis contando con que PDeCat resista el embate del legitimismo belga.

Entre Puigdemont-Torra y ERC no queda nada de lo poco que hubo al formar el gobierno de coalición. La gestión de la crisis del coronavirus, con especial énfasis en la decisión de cerrar Lleida y su comarca, ha permitido visualizar la existencia de dos gobiernos en uno, sin que ninguna de las partes disimule sus diferencias. La discrepancia frente a la Mesa de Negociación llegó a su punto álgido en el Parlament, cuando JxCat no creyó urgente apoyar la reclamación de ERC para una nueva convocatoria de la misma. En cuanto Sánchez ponga fecha al referéndum, le espetó Torra al presidente del grupo republicano. El rostro de Sergi Sabrià se transmutó en un triste poema disimulado con sonrisa desesperada.

El caos de marcas del centro derecha y el abismo abierto con los republicanos auto adscritos a la izquierda no es otra cosa que la diferente forma que han tenido todos sus protagonistas de enfrentar la Gran Decepción de 2017, desde el duelo propiamente dicho, al reconocimiento de culpa (o la atribución de mérito, que también hay quien cree tenerlo) hasta plasmar todas sus rencillas en la Gran División de este momento preelectoral. La ampliación de la base soberanista, el remedio propugnado por todos, no se ha materializado, más allá del efecto propagandístico de incorporar Puigdemont a su totum revolutum de admiradores a Jordi Sánchez y Ferran Mascarell, procedentes de la izquierda tradicional, llamadas a ser las estrellas de La Crida que se quedó en intento. El resto de adscripciones son de menor cuantía política.

La gran esperanza pues para los independentistas más renuentes, ahora mismo, es la teórica unidad que hará posible la reconstrucción política y social del movimiento tras la implosión del contraproducente sistema de partidos heredados de la Transición y destrozados por las luchas internas de los dirigentes causantes del fracaso del 2017. Después de la Gran Decepción y la Gran División, el Gran Renacimiento.

Parece difícil de creer y tal vez en algunos ámbitos del anti independentismo pueda celebrase precipitadamente la vigilia de la derrota de sus adversarios, pero la resistencia de la base electoral y social del independentismo a tanto desbarajuste y cainismo del oficialismo invita a pensar que las actuales circunstancias no tienen por qué desembocar forzosamente en un desastre. La fertilidad de la mentira política que supuso el Procés es inagotable.