Enterrada la unilateralidad, asociada a la desobediencia, como vía fallida a la república, el desiderátum para la próxima temporada parlamentaria se denomina bilateralidad o negociación bilateral para alcanzar idéntico objetivo. Suena a nueva milonga para salir del paso y retrasar por algún tiempo la aceptación de la única negociación posible: la que se desarrolla en el marco constitucional, previamente modificado, para ampliar las alternativas de una solución a las aspiraciones catalanas. La prudencia siempre suele estar de vacaciones en las campañas electorales.

El objetivo de una relación bilateral entre Cataluña y el Gobierno central era el horizonte planteado por el Estatuto original aprobado por el Parlament en 2005, pensado en la lógica federalizante que al parecer de algunos expertos subyace en el Estado de las Autonomías, aunque dicho espíritu nunca se haya manifestado. De hecho, el Congreso de los Diputados frustró la propuesta catalana mucho antes de la intervención del Tribunal Constitucional. La bilateralidad, pues, es un punto de llegada y no de salida como pretende la nueva estrategia independentista. La posibilidad de una negociación de tú a tú con el estado se correspondería a un estatus del que no goza actualmente la Generalitat, precisamente por el fracaso estatutario.

Una apuesta para un nuevo fiasco

El acuerdo alcanzado entre los dos grandes partidos independentistas para negar oficialmente la unilateralidad y presentar en sociedad la nueva fórmula de trabajo parece una apuesta para un nuevo fiasco. Se trata, según la versión filtrada, “de conseguir una negociación bilateral con el Estado español y a la vez con la Unión Europea, como sujeto de derecho internacional, a partir de la cual, sin ninguna renuncia previa por parte del Parlament y del Govern, sea posible el acceso de Cataluña a la plena independencia y a la efectiva y pacífica articulación democrática de la República catalana”.

La vía negociada a la independencia, plateada en estos términos, se intuye un brindis al sol. Durante los dos penosos años del Procés ha quedado explicitada mil veces y acreditada por el desenlace la imposibilidad de negociar sobre un supuesto inconstitucional, mientras lo sea. La insistencia en un acuerdo sobre la celebración del referéndum unilateral chocó constantemente con este muro: no se puede autorizar una acción contraria a la Constitución, ni queriendo (que no se quería). Esta losa jurídica es la que lastrará también a la propuesta alternativa de los Comunes/Podemos, el referéndum pactado. La obsesión por ahorrarse el calificativo de legal no ayuda a la comprensión de las dificultades existentes para su materialización y nos aboca a una discusión bizantina.

La repulsión de los partidos soberanistas a reconocer la legalidad, extensiva incluso a la exigencia de pelear desde ella para cambiarla, complica enormemente el futuro de sus propuestas. De momento, tras la decepción causada por la vía unilateral, y a pesar de los indicios de una autocrítica que les habría llevado a concluir un gran error de cálculo en la valoración de la fuerza del estado de derecho, las rectificaciones estratégicas anunciadas no parecen otra cosa que un barnizado de camuflaje para salir del paso, al menos durante las elecciones. Luego, ya se verá.

Tanto Marta Rovira por ERC, como Marta Pascal por Pdecat, han apuntado una línea de continuidad, en la voluntad de desplegar el proyecto republicano aprobado en las leyes del Parlament del 6 y 7 de septiembre, suspendidas por el TC. En sus primeras declaraciones tras conocerse los nueve puntos de acuerdo mínimo, las dos dirigentes coincidieron en olvidarse de la unilateralidad (ni siquiera recuerdan ya haberla proclamado) y en la defensa de la negociación cara a cara y en igualdad de condiciones con el gobierno central. Carles Puigdemont ha estrenado la nueva música mostrándose dispuesto a reunirse con el presidente Rajoy en Bruselas.

¿Un cambio de rumbo?

El supuesto cambio de rumbo descansa en una exigencia previa por parte de las candidaturas independentistas: quieren garantías por parte del gobierno español del respeto a los resultados de las elecciones y piden protección a la Unión Europa (a la que Puigdemont atiza diariamente) ante una hipotética amenaza en este sentido. A pesar de la indiscutible excepcionalidad de los comicios del 21-D, desde su convocatoria gracias al 155 a la existencia de candidatos encarcelados y procesados, ¿puede sostenerse la sospecha de una manipulación de las urnas? No parece ser éste el temor de los independentistas.

El sentido de este respeto a los resultados que reclaman queda muy claro en el documento pactado. Allí se exige al estado que asuma “democráticamente el resultado”, que se comprometa “a no volver a actuar ilegítimamente y abusando de su posición de fuerza contra las iniciativas que desarrolle la Generalitat en cumplimiento del mandato de las urnas”.

No parece una buena manera de empezar una nueva etapa. En Román paladino: el Estado debe prometerles que no aplicará de nuevo el 155 cuando la mayoría parlamentaria de ERC, Junts per Catalunya y la CUP (si la consiguen) vaya a desplegar la república a partir de las leyes anuladas. Esta es la letra de la vieja milonga unilateral, la de la contraposición del mandato democrático a la legalidad democrática, la causante de la crisis política y económica de Cataluña. La autocrítica minimalista practicada por unos pocos días, frenada en seco por Rovira al aportar una razón al desastre (el miedo a los muertos, negado de inmediato por todas las partes, menos por ella ella) solamente ha dado para eso, para inventarse un caminito bilateral hacia un nuevo choque con el estado de derecho.