El anuncio del cierre definitivo de las instalaciones de Nissan en Cataluña, que se temía desde hace tiempo y que ahora parece ser ya por completo irreversible, es una nueva y muy dolorosa demostración de la ausencia de una verdadera política industrial por parte del Gobierno de la Generalitat de Cataluña.

Por desgracia no es ninguna novedad; tampoco es una excepción: es ya algo habitual. Esta viene siendo la tónica predominante desde hace más de dos décadas, con la única breve interrupción de los siete años de agitada y turbulenta gestión de los gobiernos tripartitos de izquierda presididos por los socialistas Pasqual Maragall y José Montilla. Desde entonces, con el retorno de CiU al Gobierno de la Generalitat, este ha dejado de tener una mínima política industrial. A pesar, todo hay que decirlo, que en sus primeros tiempos, cuando Artur Mas lo presidía y contaba con el apoyo parlamentario permanente del PP, se presentaba como un gobierno “business friendly”.

Las consecuencias de esta ausencia absoluta de una política industrial saltan a la vista. El cierre definitivo de todas las instalaciones de la multinacional japonesa Nissan en Cataluña solo es un caso más, pero sin duda alguna cuantitativamente es el más importante porque afecta de forma directa a unos 3.000 trabajadores y de manera indirecta a unos 20.000 más. Todavía hay más: Nissan lleva cuarenta años con algunas factorías instaladas en Cataluña, donde representa nada más y nada menos que el 7% de toda la industria y el 1,3% del PIB.

No obstante, por desgracia este cierre definitivo de Nissan en Cataluña no es el único caso que evidencia la falta de una verdadera política industrial por parte del Gobierno de la Generalitat. Todo apunta a que, lamentablemente, tampoco será el último.

Ya en el último mandato presidencial de Jordi Pujol -y de ello hace más de veinticinco años- se comenzaron a producir algunos significativos procesos de deslocalización de grandes empresas multinacionales de diversos sectores, que debilitaron de manera más que considerable el tejido industrial catalán, antaño muy potente y diversificado. Es obvio que todo ello se ha agudizado durante estos últimos diez o doce años.

La definitiva marcha de Nissan de Cataluña es únicamente una muestra más de esta tendencia. Repito: mucho me temo que no será la última. Pronto hará tres años del tan convulso y triste otoño vivido en Cataluña en 2017, con la ininterrumpida sucesión de acontecimientos que desembocaron en la efímera y por fortuna finalmente frustrada declaración unilateral de independencia de Cataluña. Todo aquello, entre otras consecuencias negativas para el conjunto de la sociedad catalana, propició una preocupante escalada de deslocalización masiva de toda clase de empresas -desde las dos principales entidades financieras catalanas hasta innumerables pequeñas, medianas y otras grandes sociedades, incluso de un buen número de autónomos.

Todos ellos, empresas y empresarios, huyeron despavoridos ante la profunda incertidumbre con la que se tropezaron de golpe y porrazo a causa de la grave quiebra de la legalidad establecida que se había producido en Cataluña. Una ruptura de la legalidad vigente, la propia de un Estado democrático de Derecho como por fortuna era y sigue siendo España, y que por desgracia tuvo, tiene y seguirá teniendo consecuencias muy negativas para Cataluña. Al menos hasta que, esperemos y deseemos que más pronto que tarde, un nuevo Gobierno de la Generalitat sea capaz de recuperar la sensatez perdida y acabe, con la necesaria energía y de una vez por todas, con el rumbo desconcertante, errático y condenado de antemano al fracaso que el entonces presidente Artur Mas emprendió al poner en marcha su insensata aventura del famoso “proceso de transición nacional”, aquello que conocemos todos ya como “el procés”. Un rumbo que sus dos sucesores en la Presidencia de la Generalitat, Carles Puigdemont y Quim Torra, no han hecho más que proseguir, sin pausa y cada vez con mayor prisa, cada día con mayores y más sonoras estridencias, con una gestión gubernamental de efectos muy negativos no solo en lo económico y en lo social, sino incluso también en la misma convivencia ciudadana.

Nissan es un caso más. Desgraciadamente, es así. Es un caso más grave e importante por lo que tiene de pérdida directa e indirecta de gran número de puestos de trabajo, y por consiguiente de riesgo de precarización e incluso de depauperación de muchos miles de familias catalanas. Pero sigue siendo un caso más. Otro caso más que añadir a la muy larga lista de deslocalizaciones de grandes empresas que se marchan de una Cataluña que sigue perdida en su propio laberinto, en el laberinto del “procés”.