Este verano he pasado casi tres meses trabajando en un campo de refugiados en Grecia. En un proyecto para preparar la escolarización de los muchísimos niños que andan por allí. Las personas con las que he trabajado eran casi todas sirias, en su mayoría huidas del horror de Alepo.  Todas llegaron a Grecia el invierno pasado, cruzando a las islas en alguna de esas barcas de goma repletas de personas. Luego pasaron varios meses en el barro en la frontera de Idomeni y ahora, provisionalmente, viven en este campo de refugiados, en tiendas de lona en las que se cuela el calor y la lluvia, sobreviviendo de mala manera pero contentos de estar acercándose poco a poco a una vida normal, como la que tenían antes.

El caso es que hace un par de días me llegó a través de una red social una foto de refugiados en Idomeni. Era una de esas fotos que se envían tanto, con una frase escrita encima. En este caso sobre la maldad de la Europa fortaleza. Mostraba a cuatro niños sin camiseta enfrentados a la bien equipada policía antidisturbios macedonia. Al verla me sobresalté. Uno de los pequeños era Adnan, uno de los niños con los que he estado trabajando todo el verano. De pronto la foto cambió totalmente de sentido. Conozco perfectamente a Adnan. Él y su hermano son dos de los críos más difíciles de nuestro grupo de teatro. Pierden el control con facilidad, a menudo se cuelan en los talleres por las ventanas (que no tienen marcos ni cristales) y arrasan lo que encuentran a su paso.

Una vez fuimos a hablar con su padre para que le llamara la atención porque le había destrozado un trabajo de varios días a otros niños. Cuando llegamos a su tienda al crío se le puso tal cara de terror al comprender que íbamos a quejarnos a su padre, que no fuimos capaces. Cambiamos rápidamente la historia, inventamos una excusa y salimos habiéndole ahorrado una bronca y quizás algo más. Desde entonces Adnan se ha vuelto más cariñoso y disciplinado con nosotros. Ahora viene a los talleres y a veces hasta aguanta un rato en clase de inglés o música.

Adnan no es de mis niños favoritos, ni de los que mejor conozco. Su historia es la misma que la de decenas de otros en el campo de refugiados: los años de guerra y de huir como refugiados lo han vuelto irascible y disperso; tiene problemas de agresividad y concentración. Lo normal entre esos niños. Si no hubiera visto su foto seguramente ni me habría acordado más de él.

Sin embargo, ahí está. Con su puño levantado, mirando a la cámara y ese gesto travieso tan habitual en él. Al verlo me he emocionado: no me ha llegado una foto de refugiados, sino una foto de Adnan, nada menos. De pronto, por ese azar, donde la mayoría de la gente ve refugiados yo veo nombres y amigos. Personas con historias individuales que conozco bien. De hecho, me resulta tan extraño que alguien mande una foto de Adnan con un mensaje como si me mandaran la de un sobrino mío o la del hijo de algún amigo: no pega, porque es uno de nosotros.

Estos días nos llegan constantemente imágenes de refugiados. Las de personas cruzando el mar nos conmueven porque en ellas se huele el peligro a ahogarse. Las de familias sobreviviendo en un campo cualquiera en Jordania, Turquía o Grecia también nos impactan, aunque menos. Sin embargo algo falla.

Nos da mucha pena pero España es uno de los países de la Unión Europea con menos movilización social exigiendo que dejen pasar a los refugiados. Nuestro Gobierno es de los que menos ha cumplido con sus promesas de traer personas que escapan de la guerra, pero apenas se lo reprocha nadie.

Así que miro la foto de Adnan y empiezo a pensar que aquí no hemos terminado de asumir que los refugiados podríamos ser cualquiera de nosotros. Todas estas imágenes nos parecen den una película lejana en la que fuéramos sólo espectadores. Como si nosotros y nuestros políticos no tuviéramos nada que ver con ello.

No somos conscientes de que también nosotros somos culpables de esta tragedia. La solidaridad seguirá fallando mientras miremos a esos niños y no seamos capaces de ver a los nuestros. Hay que cambiar la mirada.; mirar las imágenes y ver en ellas la historia de sus protagonistas. Ser capaces de ver en esos rostros a nuestras familias y amigos. Incluso en el del gamberro de Adnan.