El teletrabajo es una asignatura pendiente para la Unión Europea y para España. Solo un 5,2% de la población activa teletrabaja en la UE, según las estadísticas suministradas por Eurostat en febrero de 2020 y referidas a datos de 2018. En España, suspendemos y nos quedamos en un 4,3% de teletrabajadores, con un aumento en la última década de un 1,2% respecto a la media del 3,1% que registrábamos en 2008.

En el resto del continente europeo la media del teletrabajo se ha mantenido en torno al 5% en los últimos diez años. Los países más avanzados en teletrabajo son Holanda, con un 14%, Finlandia, con un 13,3% y Luxemburgo, con un 11%.

Con estos datos ha llegado la crisis sanitaria del coronavirus y China ha puesto el foco en el teletrabajo y la teleeducación como remedios al aislamiento y confinamiento de millones de personas, pero la pandemia global ha sorprendido a gobiernos e instituciones sin los deberes hechos. A pesar de la penetración de Internet y de las redes de telefonía móvil en lo que llevamos de siglo XXI, el teletrabajo no ha tenido el impulso que se merece por las reticencias de empresarios y sindicatos. Un ejemplo de transformación digital es que todos los trabajos administrativos pueden ser deslocalizados y todas las clases de colegios, institutos y universidades pueden grabarse o emitirse en streaming.

No han faltado las recomendaciones de gobiernos y empresas para implantar el trabajo desde casa o desde centros de teletrabajo en zonas rurales alejadas por sus ventajas ecológicas y de ahorro energético en los últimos años, pero la resistencia cultural a este cambio del modelo productivo tradicional ha impedido su consolidación pese a que implica un notable aumento de la productividad y una mejora de la conciliación. En Andalucía, donde más de la mitad de los municipios, concretamente el 55,4%, han perdido población entre 1998 y 2018, el teletrabajo puede ser uno de los remedios al despoblamiento creciente de las zonas rurales.