¿Yo en prisión? ¿Yo, a quien siempre repugnó la corrupción, señalado como corrupto? ¿Yo malversando durante años sin saber que malversaba? ¿Yo prevaricando durante años sin saber que prevaricaba? Llevo solo unos pocos días en prisión. Estoy abatido, pero también perplejo. Quizá más lo segundo que lo primero. Tras tantos años de proceso judicial, aunque muestra sus podridas fauces de vez en cuando, el abatimiento ha remitido, pero no así la perplejidad ni el asombro que todavía me causa una condena que encuentro tan espantosamente incomprensible como Joseph K. encontraba la suya.

“Es como si estuvieras tranquilamente sentada en el salón de tu casa y de pronto fueras arrollada por un tren”. Algo así dijo una compañera inicialmente imputada y luego exculpada en este kafkiano proceso que ha supuesto la muerte civil para todos nosotros, la muerte real para algunos y la enfermedad incurable para unos pocos. 

'Algo habrán hecho'

Morir joven debe ser parecido a sufrir prisión sin acabar de saber muy bien por qué. La justicia nos ha matado jóvenes, aunque ninguno de nosotros lo seamos ya. Siento mi condena como una injusticia pavorosa que pocos son capaces de ver. Solo los más cercanos nos creen inocentes, y aun estos no pueden dejar de pensar en algún momento en el ominoso “algo habrán hecho” que persigue a todo encausado.

¿Algo habrán hecho? Sí, algo hicimos: equivocarnos. La nuestra fue una equivocación que nunca supo que lo era. La justicia, en cambio, ha dictaminado que no podíamos no saber no solo que nos estábamos equivocando sino que nuestras equivocaciones eran gravísimos delitos. Yo al menos sigo sin saber por qué habría de haberme arriesgado a cometer unos actos que podían conducirme a prisión. Todos o al menos la mayor parte de quienes hemos sido condenados a penas de cárcel suscribiríamos aquello que el ministro británico Edward Grey escribió su mujer, en 1906: “No sé si lo hice bien, pero lo hice honradamente”.

Cuando la bola echó a rodar

Una vez que echó a rodar, el caso de los ERE acabó convirtiéndose en una gigantesca bola de sucia nieve que solo un puñado de lúcidos superhéroes habría tenido el coraje de parar; pero los jueces no son superhéroes, si siquiera los jueces del Tribunal Supremo: una sentencia más clemente habría derretido la inmensa bola, retratando el macroproceso como una atroz impostura y ocasionando a la justicia un daño mucho mayor que el causado por una sentencia puede que ajustada a derecho, pero no a la verdad, algo que, en todo caso, solo otra sentencia podría demostrar.

Frente a tres miembros del tribunal que opinaron lo contrario, dos magistradas pensaron que al menos cinco de nosotros no debíamos estar hoy entre estas rejas (por cierto, si la legislación lo permitiera, una juez como Alaya encontraría en ese voto particular sobrados motivos para empurarlas a ambas por prevaricación). Tres contra dos. Tres votos en contra y dos a favor. No logro sacarme de la cabeza ese fatídico voto de diferencia que nos ha traído a prisión. Tres a dos. Como cuando el número de lotería que has comprado coincide con el Gordo en todos sus dígitos salvo en uno y te quedas a las puertas de ser rico. Nos quedamos a las puertas de ser libres.

Paradojas del negacionismo

Me condenan atribuyéndome como sabidas cosas que nunca supe ni creo que pudiera saber. Nunca firmé conscientemente papel alguno que contuviera órdenes o disposiciones no ya manifiesta sino ni siquiera remotamente ilegales, pero lo jueces parecen saber más de mí que yo mismo. Alguien utilizó mal el dinero público y me condenan por haber propiciado, permitido y amparado ese mal uso del que jamás tuve noticia. Hay en la sentencia de los ERE una especie de negacionismo inverso según el cual no podíamos no saber que determinadas personas en determinados casos estaban haciendo un uso fraudulento del dinero público.

Incluso quienes no han sido condenados a penas de cárcel no volverán a ser jamás los que fueron, como no lo es el conductor que, aun habiendo respetado el código de circulación, atropella mortalmente a un peatón: aunque la culpa no haya sido suya, siempre le roerá la sospecha de que, de haber estado más atento, tenido mejores reflejos o estado menos absorto en sus cosas, ese que ahora yace en el asfalto estaría vivo.

Todavía no sé si seré capaz de soportar la cárcel. Supongo que sí. Casi todo el mundo lo hace. Me mantiene vivo la certeza, cuarteada pero incólume, de saberme inocente, así como la vaga, tal vez vana, esperanza de que instancias judiciales más sabias o instituciones políticas más clementes reparen el daño y las heridas, aunque ni siquiera la más improbable y milagrosa absolución podrá jamás borrar las cicatrices que, a modo de los repulsivos costurones en el rostro que mostraban los caballeros medievales heridos en batalla, ha dejado en nuestras almas el ofensivo, humillante y agotador proceso judicial y periodístico. 

Culpable o culpable

Más o menos sobre el mismo año, ya remoto, que en que yo nací, Raymond Chandler escribió que ser juzgado por la prensa “constituye una parte desafortunada de nuestro modo de vida, puesto que si a un hombre se lo difama durante el tiempo suficiente y con la suficiente virulencia, llega al tribunal como culpable”. La reflexión aparece en un libro titulado ‘A mis mejores amigos no los he visto nunca’. Algunos podríamos decir lo mismo de nuestros más feroces enemigos, pues amigos propiamente dichos nos ha quedado pocos.

Ser procesado y condenado ha sido un deshonor doblemente doloroso porque me destrozó la vida y porque personas de mi partido que siempre supieron que era inocente no alzaron la voz en mi defensa. Nos ha sido arrebatada la fama, la buena fama que tanto valoraban los antiguos en la vida y en la muerte. Aquello de más valor que poseíamos nos ha sido arrebatado.

También dijo el creador a Philip Marlow, cuyos casos criminales confío en que me ayuden a aliviar el tedio y la amargura de la prisión, que “hay algo trágicamente equivocado en un sistema de justicia que puede convertir y convierte en criminales a hombres honestos, y solo puede condenar a gánsteres y pistoleros cuando no pagan sus impuestos”. No creo, sin embargo, que los jueces que nos han condenado obraran de mala fe; únicamente creo que se han equivocado.

Los condenados a penas de cárcel

José Antonio Griñán. Expresidente de la Junta y exonsejero de Economía y Hacienda. Condenado a seis años de prisión por malversación; Carmen Martínez Aguayo. Exconsejera de Economía  y Hacienda. Condenada a seis años y dos días de prisión; Francisco Vallejo Serrano. Exconsejero de Innovación. Condenado a siete años de prisión; Miguel Ángel Serrano Aguilar. Ex director General de la agencia IDEA. Condenado a seis años y seis meses de cárcel; Jesús María Rodríguez Román. Exviceconsejero de Innovación. Condenado a seis años de prisión; José Antonio Viera Chacón. Exconsejero de Empleo. Condenado a siete años; Antonio Fernández García. Exviceconsejero de Empleo. Condenado a siete años y 11 meses de prisión; Agustín Barberá Salvador. Exviceconsejero de Empleo. Condenado a siete años; Juan Márquez Contreras. Ex director general de Trabajo. Condenado a tres años. Todos ellos salvo Griñán, Barberá y Márquez están ya en prisión.