Sobre los asesinatos de mujeres a manos de sus criminales maridos, novios, amantes o compañeros hay un cierto debate teórico para determinar si el fenómeno puede ser calificado con propiedad intelectual como ‘terrorismo’ o si su exacta definición debe ser otra. Ciertamente, detrás de los crímenes machistas no hay un grupo organizado ni sus autores persiguen un objetivo político. Tampoco intentan sembrar el pánico entre la población civil.

No obstante, tales criminales tienen en común con el terrorismo convencional que pretenden someter a sus víctimas mediante el terror y que cuando estas desobedecen, las matan. En todo caso, los asesinos de género se parecen mucho más a un terrorista islámico que a un terrorista etarra, y eso es lo que los hace tan extremadamente peligrosos.

También multiplica su peligrosidad el hecho de que sean terroristas que no saben que lo son, asesinos que creen ser otra cosa, homicidas cargados de razón cuyos menguados depósitos racionalidad y compasión han rebosado sin remedio.

Quién cojones manda aquí

Del mismo modo que los terroristas islámicos son en su mayoría unos pobres desgraciados que encuentran en el fanatismo religioso una herramienta infalible, se diría que milagrosa, con la que recuperar la autoestima y volver a ser alguien, los terroristas domésticos son unos pobres y rabiosos desgraciados que culpan a sus mujeres de tener la autoestima por los suelos y creen recuperar tal autoestima –aunque solo sea por unas horas, hasta que son detenidos– matándolas. Muerta la perra se acabó la rabia.

Son esclavos de la ley de hierro del machismo, que es una ley no escrita –y las leyes no escritas son las peores– según la cual una tía no tiene los mismos derechos que un tío y la gilipollas que crea lo contrario se mama una buena hostia y se entera de una puta vez quién cojones manda aquí.

El miedo a la libertad

Este año que hoy acaba medio centenar largo de mujeres han sido asesinadas por unos tipos que habían decidido que una tía no puede ser libre si a un tío no le parece bien. Y a ellos no les parecía bien que ellas fueran libres para hacer cuanto les viniera en gana: para dejarlos de querer, para quererlos de otra forma, para ponerles los cuernos, para no aceptar que se los pusieran, para cambiar de pareja, para mandarlos a tomar por saco, para entrar y salir de casa cuando les viniera en gana…

Puede que no tengan la razón teórica quienes llaman terrorismo al asesinato múltiple de mujeres, pero tienen la razón práctica al reclamar para las víctimas la misma protección y el mismo celo policial que para los amenazados por ETA.

Riesgo extremo

Jamás a un ministro del Interior o a un juez de instrucción se les habría ocurrido no asignar escolta a un empresario, un concejal o un periodista amenazados por ETA. En cambio, no lo hacen lo bastante cuando se trata de mujeres amenazadas por hombres. A aquellos los consideraban terroristas; a estos solo los consideran tíos.

La protección policial se asigna cuando el riesgo se considera ‘extremo’: pues bien, hasta el 31 de octubre había 10 mujeres en toda España –sin incluir Cataluña y el País Vasco– catalogadas en situación de 'riesgo extremo'; en situación de 'riesgo alto' había 175, en 'riesgo medio' 4.666 y en 'riesgo bajo' 22.699.

Si en 2017 han sido asesinadas 52 mujeres pero solo se computaron apenas 10 casos de riesgo extremo, eso significa que los parámetros y protocolos de asignación de peligro deben ser urgentemente revisados.

Escoltas y burocracia

¿Será cierto que no les ponen escolta porque son tías? No exactamente.

No se la ponen porque quienes tienen que calificar el nivel de riesgo se equivocan, y se equivocan porque no tienen la cualificación profesional adecuada, o porque las herramientas para una evaluación fiable son insuficientes o porque saben que los agentes disponibles son escasos y elevar la puntuación de peligro puede ser profesionalmente problemático para quien certifica un porcentaje de riesgo que o bien pudiera ser erróneo o bien podría no ser policialmente atendido.

Por definición, toda burocracia tiende a tomar las decisiones que entrañan menos riesgo… para ella misma.

El clamor

Tal vez la gran razón última por la cual los ministros del Interior no ponen suficiente vigilancia a las mujeres es porque no hay un clamor social unánime para que lo hagan. Ante cada nuevo asesinato se habla demasiado de que tenemos un déficit educativo pero poco de que tenemos un déficit policial.

Urge mejorar las medidas para paliar las causas primeras y remotas del terrorismo doméstico, como la educación, pero urge todavía más paliar las causas últimas e inmediatas, pues del mismo modo que un psicópata asesino mata menos gente si tiene solo un cuchillo que si tiene un fusil semiautomático, un macho frustrado tendrá más difícil matar a su mujer si hay un policía rondando cerca de ella.

(Por cierto y dicho sea entre paréntesis, que tampoco estaría mal darle una vuelta, por si fuera posible su encaje jurídico, a la idea de una mujer amenazada de muerte que semanas atrás proponía desesperadamente que la vigilancia policial se la pusieran a su expareja, en vez de a ella. Cuando la posibilidad de convertirse en un asesino es tan cierta que está anunciada por el propio criminal en potencia, tal vez fuera más eficaz vigilar al verdugo que proteger a la víctima).

No ciegos pero sí bizcos

Por lo demás, los gobiernos no arbitran suficientes medios técnicos y humanos ni protegen debidamente a las mujeres amenazadas porque la sociedad no responsabiliza a los gobernantes de las muertes femeninas, como sí lo hacía de los asesinatos terroristas si las víctimas no tenían asignada escolta.

Ni tampoco los responsabilizamos de no prestar suficiente atención en la escuela a una educación ética que decodifique y desacredite firmemente las leyes de hierro y plomo del machismo. ¿No serán acaso los propios gobiernos víctimas inconscientes de esas fatídicas leyes: unas leyes que los vuelven si no ciegos sí bizcos al terror y la devastación de tantas y tantas pobres mujeres?