Los vigilantes del idioma habituales andan estos días revueltos por la extensión del uso de la palabra ‘migrantes’ para referirse a las personas que llegan a Europa desde otros países, ya sea buscando protección, huyendo de catástrofes o buscando una vida mejor. Ven en ese uso, en el mejor de los casos, una concesión a lo políticamente correcto. En el peor un modo de suavizar lo que para ellos es una amenaza a nuestro modo de vida de mano de unos pocos miles de desgraciados que viajan en barcas precarias.

Pues va a ser que no. Que estén tranquilos los académicos y puristas del lenguaje castizo. Se usa migrantes, en primer lugar, porque no hay una palabra mejor ni más adecuada. En segundo lugar, porque somos conscientes de que, aunque las palabras nombran realidades, se trata de una relación compleja. A veces las palabras pueden transformar la realidad. Y viceversa. Me explico.

La palabra refugiado ha adquirido un efecto positivo en nuestra sociedad. Legalmente un refugiado es una persona a la que su país de origen no puede o no quiere ofrecerle protección y que se ve obligado a huir a otro país seguro en busca de ella. En nuestro imaginario alude a familias que huyen de bombardeos, iniciando un viaje penoso para salvar sus vidas. Gracias a imágenes como la del niño Aylan Kurdi ahogado en una playa turca y otras similares la sociedad española ha tomado conciencia de la tragedia que supone convertirse en refugiado. Multitud de ciudades se han ofrecido a acoger refugiados de guerra y en los balcones de los ayuntamientos aún cuelgan pancartas de ‘Refugees Welcome”.

Al mismo tiempo, solíamos llamar emigrantes a quienes cambiaban de residencia en busca de oportunidades laborales. Los españoles eran emigrantes en Suiza o Alemania. Los andaluces lo eran en Cataluña. El emigrante español solía ser un señor humilde, cargando una maleta de cartón, que se subía a un tren. Con el tiempo, la imagen dominante es la de alguien instalado en la melancolía de un país o una región que ya no existe. Escuchando grabaciones antiguas de flamenco o de copla. Carlos Cano y Juanito Valderrama.

Cuando nosotros mismos empezamos a recibir personas que venían aquí buscándose un modo de vida, los llamamos inmigrantes. Esta palabra, por su parte, fue adquiriendo connotaciones cada vez más negativas. Nadie la usa para un famoso pianista británico que decidió venirse a Madrid a trabajar. Al contrario, sobre todo antes de la crisis, la imagen que nos construimos del inmigrante son latinos o africanos sentados en alguna plaza del extrarradio de Madrid o asumiendo trabajos de cuidadora, limpiadora, camarero u otros similares. Eventualmente también a las jornaleras que se hacinan trabajando en los invernaderos de nuestro país.

Recientemente tenemos también palabras más claramente despectivas como ilegales, sin-papeles o clandestinos para referirnos a quienes no utilizan los cauces legales ordinarios para entrar o permanecer en nuestro Estado. Esta denominación resulta terrible, en la medida en que extiende la situación administrativa de una persona a toda su personalidad. Es inhumana, sin más.

Así pues, tenemos diversas palabras que aluden todas a personas que cambian de residencia pero que las distinguen tanto por su situación legal como por las connotaciones sociales que provocan. Nos caen bien los refugiados de guerra y estamos dispuestos a acogerlos. Respetamos con cierta condescendencia a los emigrantes que tuvieron que empezar de cero en otros lugares y nunca se terminaron de adaptar. Nos dan miedo los inmigrantes que vienen a robarnos nuestros trabajos, a pervertir nuestra cultura y religión y, eventualmente, a poner bombas. La diferente reacción social ante estas personas según cómo los llamemos podría ser un argumento suficiente para buscar una nueva terminología mucho más neutral que se refiera a ellas desde su cualidad humana.

Sin embargo, como he dicho, no es ésa la razón esencial. La distinción maligna entre inmigrantes y refugiados carece de rigor científico. Ni los refugiados huyen sin tener en cuenta el factor económico, ni quien huye de una hambruna lo hace voluntariamente. Cuando una persona llega a Europa en una barca que cruza el Mediterráneo resulta jurídicamente imposible determinar a simple vista si son susceptibles de acogerse a protección internacional y solicitar asilo como refugiados. Es imposible determinar la razón por la que huyen y las circunstancias personales que lo rodean. Tampoco se puede prever si se van a quedar en nuestro país, o nuestro continente o van a continuar su camino hasta algún lugar lejano. Son migrantes, que es la definición más neutral posible. Gente que se mueve de un lugar a otro.

Si en ese momento alguien los llama inmigrantes, lo hará exclusivamente para abusar de la connotación negativa que la palabra conlleva, pero sin ninguna base real ni justificación lingüística.

En definitiva, en esta ocasión no es sólo que las palabras no sean neutrales, sino que quienes dicen defender la pureza del lenguaje parecen manifestar una posición exclusivamente política. No quieren llamarlos migrantes, porque prefieren crear rechazo social frente a ellos. Así que son ellos los que no son neutrales ni usan el lenguaje de manera normativa.