Desde las 11 horas de la funesta mañana cordobesa del 16 de mayo de 2020, Julio Anguita sabe algo que nosotros los vivos no sabemos. Ni queremos saber. Polvo, niebla, sombra, nada: el exalcalde de Córdoba y veterano líder comunista ya no puede volver atrás ni ha de ser empujado nunca más por el aullido interminable de la vida.

Ideológicamente fue un hombre excesivo, pero no excesivo en abstracto ni en general, sino excesivo en un tiempo y un país que no quería excesos porque bastantes había tenido ya en su agitada historia.

Divinas palabras

Julio Anguita siempre tuvo algo de Savonarola dispuesto a promover simbólicas hogueras de las vanidades en las que debía arder la caterva de herejes que había traicionado a la verdadera izquierda colaborando con el capital.

Sus diatribas político-morales puede que fueran desmedidas o anticuadas, pero también eran imperiosoas, saludables, necesarias: en toda sociedad, alguien tiene que decir las cosas que los demás no quieren oír, y no porque siempre tenga razón sino porque sus palabras obligan a los sordos voluntarios a serlo un poco menos y a dudar un poco de su propia fe.

Hombre dado a lanzar anatemas y predicciones con la misma certidumbre con que los arúspices romanos formulaban sus vaticinios tras examinar las entrañas de los bueyes sacrificados a los dioses, Anguita tenía la mirada de fuego de los visionarios y la palabra ardiente de los profetas, pero recaló en un país que los temía porque conocía bien los riesgos que siempre ha tenido en política encumbrar la pureza.

Una presa fácil

La contundencia de su retórica, la extremosidad de sus afectos, la rectitud de su moral, la beligerancia de su razón: todo aquello que lo proyectó como hombre público al que había que escuchar lo convertía a su vez en presa fácil de la caricatura.

Anguita propiciaba su propia caricatura no tanto por las cosas que decía como por aquel característico gesto suyo de suficiencia intelectual, de petulancia involuntaria, de hombre que sabía demasiado: se diría que su semblante conoció la fraternidad y el dolor, pero no la perplejidad ni la duda.     

Pese a haber estado muchos años en política, era más hombre de púlpito que hombre de acción, pues esta última, para ser eficaz, requiere de innumerables componendas y de pequeñas traiciones sin las cuales no es posible hacer que la pesada maquinaria del Estado avance en la dirección que uno desea que lo haga.

César o nada

Los cordobeses lo recuerdan como un buen alcalde porque lo fue, pero si el Anguita que irrumpió en la política nacional a finales de los 80 y lideró la izquierda no socialista durante los 90 hubiera ocupado la Secretaría General del Partido Comunista en los 70, la Transición no habría sido posible.

No al menos la Transición que conocemos: una operación política de amplio espectro y largo alcance, pero inevitablemente lastrada por las apostasías e impurezas propias de todo pactismo donde ninguna de las dos partes conoce la fuerza exacta de su adversario.

Del mismo modo, su seguidores sostienen que fue un visionario al señalar con dos décadas de antelación los vicios ocultos de la Unión Europea de Maastricht, pero lo cierto es que, atado a la noble divisa de ‘César o nada’, de haberse seguido sus consejos nunca habría habido Unión Europea, ni esta tan imperfecta ni tampoco ninguna perfecta.

Un país de sorpasos frustrados

La Transición fue posible porque, en mayor o menor grado, el rey Juan Carlos, Manuel Fraga, Felipe González, Santiago Carrillo y los nacionalistas periféricos se traicionaron de un modo u otro a sí mismos.

El Anguita que se dio a conocer como líder de Izquierda Unida no era hombre que se traicionara a sí mismo, aunque tanta fidelidad a los propios principios le llevara a formular la arriesgada teoría de las dos orillas y a soñar con un sorpaso al Partido Socialista cuya realización efectiva requería –nadie es perfecto– de una cierta alianza tácita con la derecha.

En realidad, la historia democrática del país está llena de sorpasos frustrados: el primero fue el de Anguita, pero luego vendrían otros, el de Pablo Iglesias en 2016 y el de Albert Rivera en 2019.

El último y más extravagante de los sorpasos es el que desde hace algunos meses protagoniza el PP de Pablo Casado, que ha decidido sorpasarse a sí mismo para que no ser sorpasado por Vox.

La guerra interminable

Anguita convirtió a su Partido Comunista, ya con el nombre de Izquierda Unida, en el más antisocialista de los partidos comunistas y ello a su vez hizo del Partido Socialista de González el más anticomunista de los partidos socialistas.

Ambos creyeron a su manera haber ganado en aquel despiadado cruce de resentimientos y ferocidades, pero en realidad los dos salieron perdiendo: sin saberlo, sin apenas notarlo, como una niebla que se posa lenta e imperceptiblemente sobre la tierra, el PSOE fue perdiendo su alma y el PCE acabó quedándose en los huesos.

En cierto modo, la confluencia de aquella doble pérdida, la espiritual de uno y la material del otro, acabaría propiciando años después el nacimiento Podemos, que a su vez nunca ha acabado de saber del todo qué quiere ser: si un comunismo sin prisas o un socialismo acelerado.

Toda izquierda, en fin, acaba antes o después incubando en su seno el germen de la división, inaugurada en los Estados Generales de 1789, agudizada en la Convención de los años siguientes e institucionalizada en la ruptura de la Segunda Internacional con ocasión de la Gran Guerra.

La gran intuición

Anguita tuvo a mediados de los 80 su gran intuición: había que remozar el Partido Comunista, ampliar su base ideológica y popular, buscar nuevos aliados aunque fueran numéricamente insignificantes. Así nació primero Convocatoria por Andalucía y luego Izquierda Unida.

La inspiración, la tenacidad y la fe de su fundador llevaron a la federación a lo más alto: los 7 diputados de 1986 se convirtieron en 17 solo tres años después, en 18 un año más tarde y en 21 en 1993.

Cegado, sin embargo, por el cenagal socialista de aquellos años y por la codicia electoral que tantas ilustres víctimas se ha cobrado en política, Julio pensó que aquello era solo el primer escalón del cielo que estaba por venir; en realidad, era solo el final, el principio del final.

Suyo fue el mérito de haber situado a Izquierda Unida en lo más alto, pero suyo también el fatal error de haber dejado crecer en ella la cizaña de una confusión según la cual verdadero enemigo de la izquierda era la socialdemocracia antes que la derecha.

En manos del Tiempo

Solo el Tiempo, Señor Absoluto de todos nosotros, perfila y remata el retrato final de los hombres que han participado activamente en la vida pública.

Muerto apenas ayer Julio Anguita, es demasiado pronto saber si fue un político demasiado grande para tiempos demasiado pequeños, si fue un líder demasiado puro para tiempos demasiado impuros o si fue, simplemente, un hombre inteligente y honesto como tantos otros hombres inteligentes y honestos cuya gloria habrá de residir no tanto en sus logros tangibles y efectivos como en sus misericordiosas, infatigables y fraternales –soberbiamente fraternales– intenciones.