El 21 de agosto de 1895 nació en Cádiz José Manuel Gallegos Rocafull. De niño vivió en Marchena, estudió Bachillerato en Sevilla, y más adelante Teología y Filosofía y Letras en Madrid. En 1921 obtuvo por oposición el cargo de Canónigo de la Catedral de Córdoba, fue candidato de Acción Nacional en la las primeras elecciones generales de la República, en 1931, y en 1935 se trasladó a Madrid para trabajar como profesor universitario. Fue uno de los grandes propagandistas del sindicalismo católico y estuvo vinculado a los primeros grupos de católicos defensores de la democracia cristiana. Tenía ante sí una brillante carrera truncada por la guerra civil, durante la cual se puso al lado del gobierno republicano y trabajó en Francia para atraer a su causa a los católicos europeos. No dudó en hacer públicas sus diferencias con los obispos españoles y ello le costaría la suspensión a divinis. Tras la guerra estuvo exiliado en México donde desarrolló una amplia labor como profesor en la UNAM, editor, filósofo, teólogo, conferenciante y articulista. Se cumplen ciento dieciséis años de su nacimiento el día en que Benedicto XVI finaliza su estancia en España.

Gallegos fue un defensor del catolicismo social, y por tanto de la doctrina de papas como León XIII o Pío X, pero en los últimos años de su vida recibió con alegría la llegada al papado de Juan XXIII, de quien señalaba en un artículo en la prensa mexicana, al cumplirse el año de su elección,  que había sabido “desembarazarse de tradiciones y protocolos para proceder a su guisa” y cómo estaba dispuesto a escuchar “los clamores de todos, creyentes e incrédulos, católicos y disidentes”. Sus esfuerzos por conseguir la paz y la verdad le habían llevado a una solución que él estimaba providencial, la convocatoria de un nuevo concilio. En otro artículo elogiaba el contenido de una alocución papal, sin duda porque en sus palabras encontraban acomodo sus propias ideas, todo cuanto él había defendido a lo largo de su vida; así, la defensa de que “nadie puede permanecer neutral”, puesto que se trataba de escoger “entre la verdad, la justicia y la paz, de una parte, y el error, el despotismo y la violencia, de otra”. Destacaba que el Papa estaba contra “la doblez, la hipocresía, la simulación”, puesto que no se podía actuar en contra de la doctrina que uno profesa, porque eso sería una traición: “A sí mismo, porque la fidelidad a los principios que se profesan, es lealtad con uno mismo. A los demás, porque son los hombres que se han comprometido, entregándose con alma y vida a una causa, los que abren caminos y sacan a los demás del atolladero en que se han o los han metido”. Confesaba también que a la verdad solo se llega tras escuchar los argumentos de los demás, como había hecho Juan XXIII, de ahí su defensa de la libertad de expresión, y por último valoraba de modo especial que condenara el racismo que se practicaba en África del sur.

En 1963 recordaba la sorpresa de un grupo de periodistas cuando el Papa les aconsejó que escucharan todas las opiniones, incluso las contrarias al cristianismo. Él interpretaba esas palabras como una crítica a la intolerancia, contra la que tantas veces se había manifestado. Y con motivo de su muerte, en el que con toda probabilidad fue el último texto que publicó Gallegos, pues falleció a los pocos días, destacaba el fondo humano del Papa, se mostraba seguro de que sería recordado como uno de los grandes pontífices de la historia gracias al Vaticano II y valoraba por encima de todo su capacidad de acercamiento a todos “los hombres de buena voluntad” a los cuales se había dirigido en su encíclica Paz en la tierra: “Quiso que su palabra fuera como la lluvia del cielo, que cae por igual sobre los campos de los unos y de los otros. Se pasó su pontificado borrando fronteras, mejor, tendiendo puentes sobre esas diferencias ideológicas, que abren abismos infranqueables entre éstos y aquellos. Por encima o por debajo de los ángulos negativos, supo encontrar el aspecto positivo en que fundamentar la afirmación constructora, aquel fecundo sí de Cristo a las necesidades y dolores de los hombres”.

Es arriesgado imaginar cuál sería la opinión de Gallegos sobre los últimos papas, pero con toda probabilidad no encontraría para ellos las mismas palabras de elogio que le dedicó a Juan XXIII. Los católicos deberían realizar de vez en cuando ejercicios de comparación sobre el papel, las actitudes y la ideología de quienes han estado, o están, al frente de su organización. Verían que el Espíritu Santo no acierta siempre y, sobre todo, que otro Papa es posible.