Las controversias políticas cuyo eje es la moral son las más antiguas y también las más apasionantes: desde las habidas hace dos mil años en Roma o Atenas hasta las que ahora tienen lugar en Madrid o Washington, todas son distintas pero todas tienen en común un cierto aire de familia.

Son distintas y nunca se repiten exactamente porque cada caso moral es único, y de ahí que los manuales del pasado no sirvan para responder las preguntas sobre lo que está bien y lo que está mal que plantea a bocajarro cada controversia moral del presente.

Vender o no vender

El encendido debate político sobre la venta de armas y material militar a la dictadura de Arabia Saudí es en sí mismo todo un manual sobre los límites de la política democrática, sobre las ambigüedades de la moral pública y sobre la depravación del poder absoluto.

¿Debe España vender armas y buques de guerra a un régimen como el de Arabia? ¿No debe venderlos ahora, cuando se ha conocido el asesinato y descuartizamiento de un periodista saudí crítico con el régimen, o no debió venderlas nunca, cuando se conocían con bastante detalle las violaciones sistemáticas de derechos cometidas por Riad?

Las dos éticas

La disputa parlamentaria de esta semana sobre el comercio militar con Arabia Saudí ejemplifica, una vez más, la oposición tan certeramente expuesta hace casi un siglo por Max Weber entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad.

Simplificando mucho, quizá demasiado, la primera suele ser patrimonio de la izquierda en teoría y de los partidos de la oposición en la práctica, mientras que con la segunda suele identificarse la derecha en teoría y ser abrazada por los partidos gobernantes en la práctica.

El problema de la ética de la convicción es que es demasiado rígida y el problema de la ética de la responsabilidad es que es demasiado flexible. En nombre de la segunda se han cometido innumerables desmanes, mientras que en nombre de la primera… también.

La tormenta moral perfecta

Si, rizando un poco el rizo pero tampoco demasiado, forzamos la intersección de la flamante polémica de Arabia con la vieja polémica de Venezuela, tendremos la tormenta moral perfecta, pues al operarse ese cruce los papeles de unos y otros se intercambian súbitamente dando lugar a una simetría desasosegante: quienes ayer se ponían estupendos con Venezuela apenas elevan hoy la voz al hablar de Arabia Saudí, mientras que quienes hoy se ponen estupendos al condenar el trato comercial con la monarquía del Golfo justificaban ayer ese mismo trato con la república bolivariana.

Aun así, unos camuflan mejor que otros su doble vara de medir bajo los ropajes de la retórica, por no decir directamente de la hipocresía: Pablo Casado reprocha a Pablo Iglesias que no mida con el mismo rasero la violación de derechos en Arabia y en Venezuela, dando así por sobreentendido que él en cambio sí trata a ambos países por igual, cuando lo cierto es que los crímenes de Riad jamás desazonaron lo más mínimo al PP –¿cuántas veces ha hablado de ellos en los últimos diez años?– mientras que el acoso de Caracas a los opositores está presente desde hace años en todos los argumentarios de la calle Génova.

Realistas y estupendos

¿Es más cruel el régimen saudí que el chavista, como certificarían miles de ciudadanos decapitados y amputados? Tal vez, pero las decenas de miles de venezolanos que han tenido que huir de su país tendrían bastantes cosas que decir al respecto: solo entre el 1 de enero y el 8 de febrero de este año 117.000 venezolanos pidieron asilo en Brasil.

Riad y Caracas tienen en común –una paradoja más– que ambos son gobiernos férreamente regidos por la ética de la convcción: caiga quien caiga, muera quien muera y huya quien huya. La pluralidad devorada por La Verdad. La libertad sacrificada en los despiadados altares de La Fe.

Aun así, cuidado: ponerse estupendos tiene, ciertamente, muchos riesgos si no se toma alguna precaución, pero amarrarse a la razón del Estado no tiene menos, si es que no acaba teniendo más. Nada es del todo blanco ni del todo negro: los estupendos son quienes mejoran el mundo, pero los realistas son quienes lo conservan; sin los primeros no progresamos moralmente, pero sin los segundos nos vamos al carajo.

Locuacidad y silencio

El reproche mayor que cabe hacer a Podemos y a su marca electoral Adelante Andalucía en el embarazoso asunto de las corbetas vendidas a Arabia que darán empleo a 6.000 trabajadores de la Bahía de Cádiz es su falta de sinceridad al aparentar que es posible suspender el contrato con Riad y encontrar otro país que compre los buques; o incluso, de no hallar ese nuevo y milagroso cliente, que sería posible, viable y hasta deseable que el Estado asumiera ese encargo por valor de 1.800 millones de euros. “Obra bien y deja el resultado en manos de Dios”, viene más o menos a sostener la doctrina morada en esta cuestión.

A la locuacidad estupenda pero poco responsable de Pablo Iglesias, cabe oponer el prudente silencio del alcalde de Cádiz, José María González ‘Kichi’, consciente de que asumir explícita y ostentosamente el discurso del secretario general de su partido arruinaría el proyecto humanista de cambio de ciudad que viene proponiendo para Cádiz desde 2011.

Si el alcalde ‘Kichi’ dijera las mismas cosas que ha dicho el secretario general Pablo sería un irresponsable, esto es, un mal político, por decirlo con la terminología de Weber. El silencio –embarazoso silencio– era la única manera que el alcalde tiene de ser lo menos hipócrita y lo menos irresponsable posible.

La justa medida

No hay manual de ética donde hallemos escrita la respuesta a la pregunta de qué hacer. Cada caso de controversia política entre el bien y el mal requiere su justa medida de convicción y de responsabilidad: esa justa medida cuyas proporciones exactas no están escritas en ninguna parte ni lo estarán jamás.

Weber así lo aconsejaba: “No se puede prescribir a nadie si hay que actuar según la ética de la convicción o según la ética de la responsabilidad, o cuándo según una y cuándo según la otra.” Weber sabía muy bien lo que se decía, aunque jugaba con ventaja: no tenía que ganar elecciones.