Con ocasión del 21 aniversario del doble asesinato que conmocionó a Sevilla, rescatamos el artículo publicado por el autor el 31 de enero de 1998 en El Correo de Andalucía.

Morir es amargo, pero morir por nada es doblemente amargo. Morir por nada es como morirse doblemente. Morir del tiempo, del corazón o del tabaco es amargo, pero de algún modo es natural morirse así. Te mueres porque tienes que morirte. Morir de muerte artificial es como morir por equivocación, como si tu muerte fuera una muerte errónea, una contingencia bárbara, descabellada. Morir de muerte artificial es como morir de un resbalón al bajar de un tren que ha recorrido cientos de kilómetros bajo el fuego de la aviación enemiga.

El concejal del Partido Popular Alberto Jiménez Becerril y su mujer, Ascensión García Ortiz, padres de tres niños, murieron ayer en Sevilla de muerte artificial, murieron de una pistola equivocada accionada por un dedo equivocado perteneciente una mano equivocada que recibió la orden de un cerebro equivocado encajado en el cuerpo de un hombre equivocado al que algún día consolarán curas equivocados y que hoy milita en una organización equivocada que confunde la paz con la guerra, la libertad con la tiranía, el siglo XX con el XIX, la historia con la mitología y las ideas con los gatillos. Un gatillo puede ser muchas cosas, pero jamás será una idea.

De ese encadenamiento funeral de gatillos, dedos, manos, cerebros, mitos, ideas, centurias y curas vizcaínos han muerto Ascensión y su marido en la ciudad de Sevilla en una madrugada de plomo y orfandad. Alberto Inocente y Ascensión Inocente. Hermanos en la muerte y el error. Un pistolero les ha robado el nombre, el apellido y las mayúsculas a las que todo hombre y toda mujer tienen derecho solo por haber nacido. Hoy son ya hermanos en las minúsculas del olvido que amenaza a todos los muertos de la tierra: alberto confuso y ascensión confusa, alberto perplejo y ascensión perpleja, alberto amargo y ascensión amarga, alberto olvido y ascensión olvido.

Volando ayer en un coche de Málaga a Sevilla tras conocer la noticia, vio el cronista las flores de un almendro despuntando en un ribazo y vio también una extensión de margaritas en un alcornocal de la llanura de Antequera. Una equivocación de pólvora irreparable había calcinado unas horas antes la hierba naciente, la verde llanura, el blanco almendro y el campo de ocasionales margaritas que los ojos apagados de alberto muerto y ascensión difunta no verán jamás.

Durante unos segundos atroces, ambos fueron el anónimo ciudadano de Kafka procesado y condenado por una equivocación, nimia o gigantesca, pero en todo caso imposible de demostrar. Imposible hacer ver a los asesinos que ellos no son más que el erróneo eslabón final de una cadena de errores, verdugos de una sentencia ignota dictada por un juez invisible en aplicación de un estrafalario código penal redactado por un legislador que se ha vuelto loco.

Algún día en los años venideros habrá un adiós a las armas, alguien pedirá disculpas por los 900 errores mortales cometidos durante todos estos años y el párroco de una iglesiuca perdida entre los montes de Vizcaya rezará un rosario de 900 cuentas a la sombra de los almendros en flor.