Como el Gregor Samsa de ‘La metamorfosis’, los condenados en la causa de los ERE que antes de diez días ingresarán en prisión se levantaron un día convertidos en monstruosos insectos cuyo trato todo el mundo empezó pronto a rehuir. El día que fueron imputados en la causa debieron pensar, como el Joseph K. de ‘El proceso’, que alguien debía de haberlos calumniado porque “sin haber hecho nada malo” se hallaban de pronto señalados públicamente como delincuentes. 

Cuando, ya arrancada la segunda década del nuevo siglo, la instrucción del caso de los ERE por la jueza Mercedes Alaya tomó impulso e incorporó a su radio de acción a buena parte del Gobierno andaluz, casi ninguno de los 15 políticos andaluces condenados en firme podía ni siquiera imaginar que fuera a ser imputado, procesado y mucho menos condenado por prevaricar y aún menos por malversar. 

No es solo que pensaran que eran inocentes, sino que el binomio mismo inocente/culpable no había hecho acto de presencia en su confiado marco mental de entonces. Creían, como mucho, que en la Consejería de Empleo hubo personas que pudieron no haber gestionado adecuadamente los fondos públicos para salvar empresas en crisis y proteger a sus trabajadores; si así se demostraba, que la justicia cayera con todo su peso sobre sus espaldas, pensaban. Nunca imaginaron que esas espaldas iban a ser las suyas. Veían que la justicia estaba levantando un patíbulo en la plaza pública, pero jamás pensaron que en la relación de ahorcados fueran a figurar sus nombres.

¿Se puede cometer prevaricación durante años sin ser consciente de estar prevaricando? Se puede. ¿Se puede cometer malversación durante años sin ser consciente de estar malversando? Se puede. ¿Se puede hacer todo eso concertando a decenas de personas para delinquir y contando con que el Parlamento y la Cámara de Cuentas no se darían cuenta de nada? Se puede.

Así al menos lo certifican las sentencias que los han condenado a todos por prevaricación y a nueve de ellos por malversación. El grueso de los 680 millones de euros fue a parar a más de 6.000 trabajadores como legítimos beneficiarios, pero la justicia no considera relevante ese hecho; considera todos esos millones dinero malversado porque el procedimiento para otorgar las ayudas era "palmaria" y deliberadamente ilegal, aunque la Intervención Genral de la Junta de Andalucía nunca detectara ni denunciara tal ilegalidad.

Quiere decirse que si, en vez de trabajadores de empresa en crisis, las destinatarias de los fondos hubieran sido, pongamos por caso, menores rescatadas de las garras de una pavorosa red de prostitución infantil, los políticos que hubieran gastado todos esos millones en garantizarles sustento, cobijo y futuro a las desventuradas niñas habrían acabado en prisión porque el procedimiento para ayudarlas era ilegal. 

Aquella antigua certeza de los condenados de no haber tenido nada que ver con ilegalidades o malversaciones era, sin embargo, un hecho meramente psicológico, una circunstancia subjetiva que no podía tener valor alguno probatorio en un tribunal. No obstante, tan generalizada convicción de quienes años más tarde serían procesados y sentenciados ayuda bastante a explicar la sensación que tienen bstantes juristas y observadores de que algo no acaba de cuadrar en la sentencia de los ERE. Y no porque los jueces de la Audiencia de Sevilla o del Supremo hayan dictado sus sentencias condenatorias con mala fe o llevados por prejuicios políticos, sino porque la macrocausa se hinchó tan desmesuradamente hasta convertirse en una burbuja de tan monstruosa envergadura penal, política y mediática que nadie en su sano juicio iba a atreverse a pincharla. 

El ‘El proceso’ imaginario de Kafka bien podría releerse hoy a la luz del proceso real de los ERE. José Antonio Griñán, Francisco Vallejo o Carmen Martínez Aguayo, por citar solo tres nombres, son, como Josef K., unos reos inverosímiles, alucinados y perplejos. Como Josef K., tampoco ellos entienden nada. Tras confirmarse la sentencia final y camino ya de la prisión, hoy ya saben aquello que, a un paso de ser ajusticiado, supo el personaje de Kafka de boca del sacerdote: “La sentencia no se dicta de repente: el proceso se convierte poco a poco en sentencia”. Hoy, la única esperanza que les queda es que si no todos sí al menos una mayoría de los jueces del Tribunal Constitucional que verá sus recursos hayan leído con provecho a Kafka.