(En la historia, a lo largo de todo su curso, se dan siempre dos tipos de memoria: la memoria del vencido y la memoria del vencedor. Mitigadas las pasiones, en el análisis del pasado se podrían formular valoraciones y juicios con una libertad desacostumbrada en política. Pero la verdad es que cuando el tiempo ha hecho su trabajo, casi siempre es la memoria del vencido la que ha sido borrada y permanece únicamente la memoria del vencedor –Raffaelle La Capria-).

Mi altocargo me había  dejado por un congreso de poetas. Él sabrá. Le recordé la cita de Claudel: no se te ocurra invitar nunca al mismo tiempo a varios hombres de letras; un jorobado preferirá siempre la compañía de un ciego a la de otro jorobado. Pero la verdad es que no le noté muy jorobado cuando se marchó; más bien le brillaban las intenciones. Pasados los cincuenta, le dije para fastidiar, los poetas se embadurnan de melancolía. Yo la quise; ella a veces también me quiso, me dejó a Neruda en los labios. Un poco cursi, coño, me dije, pero vale.

Tenía una reunión con dos socios, grande abogado el uno, de esos que no se les oye perder un caso; brillante ingeniero el otro, dueño de ese lenguaje de los algoritmos que nos hace sentir náufragos de nosotros mismos. Como artista invitado compareció un joven perroflauta con todos sus avíos, fumador, coleta y unos preciosos ojos verdeaguas, que resultó ser un genio autodidacta.

Resueltos los trámites profesionales, pasamos a la política con cerveza. El abogado había hecho una alusión irónica a la sentencia del Supremo (como decía mi madre del Papa, qué sabrán estos jueces de política), a la cosa del valle de los Caídos en su blog y el ingeniero se la celebraba. Esto es, Franco, de nuevo entre nosotros. La memoria de los vencedores suele usar trajes caros sin corbata y aunque vaya en moto y presuma de liberal, incluso de laxitud en todo lo que atañe a la vieja caspa del viejo catolicismo, no deja de respirar un cierto dandismo ilustrado de derechas. Creo recordar que Andrés Trapiello lo llamó “españoritismo”.

No conozco ninguno de estos envites que no se celebre en el campo de la memoria de los vencedores: constantes apelaciones  a la “equidistancia”, reiteración de las víctimas de “los dos bandos”, mención explícita de un familiar asesinado por los rojos, olvido absoluto de la brutal represión de la interminable posguerra y las ya famosas vías de escape tipo “con la que tenemos liada en Cataluña”,  “con la que se nos viene encima con el cambio climático”, incluida la ocurrente ocurrencia del Valle de los Pedroches. Ocurrencias es lo que decía Azaña que escribía Ortega.

En estas que el niño verdeaguas (dijo que tenía 25) con un tono de voz ahogado por una cierta emoción contó que vio morir a su abuela y que sus últimas palabras fueron para pedir que no dejaran sus familiares de buscar los restos de su padre, fusilado y enterrado en alguna parte de alguna cuneta de una carretera de Zamora. Y fue cuando hizo la pregunta: ¿a vosotros qué os molesta?, ¿qué problema hay en que le demos digna sepultura a nuestros muertos?

Los españoritistas se quedaron mirando el poso de sus cervezas con ostensible aire de incomodidad. Y en los preciosos ojos del genio perroflauta apareció la luz ciega y triste del final de la esperanza. La luz de de la memoria de los perdedores.