La dimisión ayer del ‘Fernando Simón de la Comunidad de Madrid’, Emilio Bouza, debería haber sido la gota que colmara el vaso de la paciencia conservadora con la presidenta Isabel Díaz Ayuso. Un demoledor examen del conservador pero ecuánime Financial Times sobre la gestión de la pandemia remataba la semana ‘horribilis’ madrileña.

Las personas inteligentes o simplemente sensatas que, sin dejarse cegar por el sectarismo, militan, votan o simpatizan con el Partido Popular y con Ciudadanos deben de estar avergonzadas: desde hace semanas, sus simpatías políticas pugnan con las exigencias de su honestidad civil, dolorosamente consciente de que Díaz Ayuso no reúne ni las virtudes públicas ni las aptitudes privadas para ocupar el alto puesto que ocupa.

Aunque los medios conservadores que mejor disimulan su ideología se han apresurado a repartir culpas a partes iguales entre el ministro Salvador Illa y la presidenta de Madrid, lo cierto es que la ciencia está del lado de Illa y no del de Ayuso.

El presidente del Consejo General de Colegios de Médicos, Serafín Romero; el epidemiólogo de la Universidad de Harvard Miguel Hernán; la viróloga del Centro Superior de Investigaciones Científicas Margarita del Val; el epidemiólogo y exdirector de Acción Sanitaria en Situaciones de Crisis de la Organización Mundial de la Salud Daniel López-Acuña… No hay ni un solo científico respetado que considere adecuadas, suficientes o eficaces las tímidas medidas adoptadas por la presidenta de Madrid.

Estigmatiza, que algo queda

Populista sin saber del todo que lo es, Ayuso practica un negacionismo vergonzante que ni siquiera tiene la gallardía de reconocerse a sí mismo como tal. Su resistencia cerril a adoptar medidas drásticas para frenar la altísima tasa de contagios del Covid-19 en Madrid parece la propia de un negacionista de libro, pero al mismo tiempo la presidenta madrileña no acaba de encajar del todo en la ortodoxia negacionista: una fe extravagante, infundada y atroz cuyos ribetes homicidas suelen ignorar muchos de sus feligreses.

Por puro resentimiento político, la derecha española estigmatizó hasta tal extremo el confinamiento ordenado por el Gobierno de izquierdas al inicio de la pandemia que, ahora, a la parte menos inteligente de ella le cuesta mucho decretarlo en los territorios donde gobierna que están más amenazados por el virus.

Desde el minuto uno, Pablo Casado alzó la bandera de la ideología para oponerla a las urgencias de la epidemiología: Ayuso es rehén de esa dinámica que ha acabado extendiéndose por todo el país hasta convertirlo no en el hazmerreír del mundo, pues lo que está en juego es demasiado serio, pero sí en la confirmación de los viejos tópicos guerracivilistas que tantas veces se nos han -y nos hemos- atribuido.

“Escuche a la ciencia”

Haber convertido una batalla puramente sanitaria en una batalla descaradamente política es mérito de Casado y responsabilidad de quienes le aplauden. De aquellos polvos de Casado vienen estos lodos de Ayuso.

¿Vencerá la ideología o lo hará la epidemiología? Seguramente vencerá esta última, pero puede que cuando lo haga sea ya demasiado tarde. Las personas más capaces de la órbita conservadora, sean políticos, periodistas o científicos, deben hacer todo cuanto esté en su mano para convencer a Ayuso de que “escuche a la ciencia”, que fue la expresión utilizada por el ministro Illa.

El célebre ‘¡es la economía, estúpido!’, prescrito por un asesor de Bill Clinton para enfatizar las prioridades de su campaña a las presidenciales, tiene hoy su exacta traslación en ese ‘¡es la epidemiología, estúpida!’, que pretende no insultar a la presidenta madrileña llamándola tonta, sino describirla tildándola de ciega: una ceguera -ella todavía parece no saberlo- cuya temeridad presagia ribetes homicidas.