Voy por derecho: en estos días tan ¿entrañables? a la gente se le puesto cara de acelga. El lenguaje se ha vuelto tóxico y simplón, las discrepancias políticas devienen en bochornos corales, los conceptos han sido sustituidos por las emociones y la duda ha desaparecido: conmigo o contra mí, esto es lo que hay. En todas las familias parece que hay un sospechoso de haber votado a Vox.

Mi altocargo y yo venimos de doce o catorce o por ahí comidas/cenas/ágapes/reuniones propias de estos días tan ¿entrañables? La cosa arranca como toda la vida: qué tal los críos, cuánto tiempo sin vernos, coño que frío, prueba este tinto de Cádiz, la cinta de lomo está que te mueres, hasta que alguien (suele ser el que nunca antes hablaba) se suelta un “vaya carita que se le ha quedado a Susana” con toda su carga de interjecciones y onomatopeyas. A partir de ahí suele ocurrir como en aquel viejo chiste: me llamó peatón, yo me cagué su puta madre y se armó un follón que te cagas.

El formato del barullo es invariable: frente al (elegante) aviso de la banalización del mal que significa la contemplación de los ultras de Vox como inocentes y vigorosos patriotas tradicionalistas, alguien (el que nunca hablaba) contraataca con el manual los comunistas radicales y separatistas y anticonstitucionales, a los que los socialdemócratas han tolerado con amabilidad, cuando no usado para hacerse con el poder sin pudor en cualesquiera instituciones. A partir de ahí, se arma un follón que te cagas.

Mi altocargo, que suele dárselas de maestro del humor negro, remata las refriegas con un una paradoja bañada en vinagre: “conozco a un tío que trabaja en el Parlamento andaluz y que ha votado a Vox, lo que quiere decir que ha votado a un partido que defiende la eliminación de los parlamentos autonómicos, lo que quiere decir que ha votado a un partido que le dejaría sin trabajo sin ganara las elecciones. Es admirable ver como hay gente que antepone sus ideales políticos a sus intereses económicos. Una de dos: o es rico de familia o es tonto y no lo sabe”.  Ni que decir tiene que en ese instante se acaba la reunión, mientras mi altocargo se excusa murmurando, joder, ponga otro vino jefe, la gente está perdiendo el sentido del humor.

El año nuevo viene cargado de ruidos viejos, y el presente empieza a usar lenguajes de nuestro peor pasado. Alguien que me quiere y me ve sufrir me pasó un librito/ensayo de Umberto Eco sobre lo que él llamaba el fascismo eterno. Transcribo los martillazos: “Para el fascismo pensar es una forma de castración…Por eso la cultura es sospechosa en la medida en que se identifica con actitudes críticas (cuando oigo la palabra cultura echo mano a la pistola, se dice que fue Goebbels)…Así que el desacuerdo es una forma de traición y el primer llamamiento de un movimiento prematuramente fascista es siempre contra los intrusos, es un  movimiento racista por definición…El héroe fascista está impaciente por morir y en su impaciencia consigue más a menudo hacer que mueran los demás…Una vez que el político arroja dudas sobre la legitimidad democrática porque no representa ya la “voz del pueblo” podemos percibir ya el olor del fascismo eterno…Que  puede volver con apariencias más inocentes ”.

Eco receta a Roosevelt como vacuna: “El trabajo por la libertad es una tarea que no acaba nunca”. Lo más sobrecogedor es que el texto es una conferencia en una universidad norteamericana escrito hace veintitrés años. Y yo, que voy (mejor iba) por la vida como experta en perfumes políticos me pregunto dónde estaba mi olfato mientras el fascismo eterno encontraba autopistas de entrada en la era de la globalización. Este año que viene parece cualquier cosa menos nuevo. Y tengo mis dudas sobre si conviene felicitarlo o prevenir sobre el perfume del fascismo eterno que trae a lomos. Claro que, como le pasa a mi altocargo,  se puede armar un follón que te cagas.