Rajoy estira las piernas y acomoda su espalda en un sofá que, imaginemos, como todo sofá de una residencia presidencial, se adapta con sutileza a un cuerpo relajado y al olor de un puro intermitente. Imaginemos también que lleva un pijama de cuadros, que ha dejado la corbata en la mesilla, que es incapaz de retirar esa cara de sorpresa que tantos memes nos ha regalado, y que enciende entre ahínco y temblor la pantalla de plasma. Parece la postal exacta de una noche de lunes de un prejubilado melancólico. Pero no. Es el presidente del gobierno en un ejercicio metafísico en el que por primera vez él mismo es testigo a la vez que protagonista del gran espectáculo dramático de su gobierno: su propia ausencia. Como en un ejercicio  de metapolítica televisado, Rajoy asiste al espectáculo de su ausencia acompañado por miles de españoles. Él, como buen prejubilado melancólico, prefiere pasarse al equipo del pueblo, que en estos tiempos es el sofá, y seguir con ese rastro de sorpresa que hoy reserva solo para su familia. SORAYA SÁENZ Y LA COHERENCIA    Se abre el telón. Tres aspirantes a la Moncloa con pose de hoplita ateniense preparan la garganta para una batalla dialéctica decisiva. Y una mujer, vicepresidenta del gobierno, sonríe y muestra la seguridad de quien lleva cuatro años entrenándose tras la coraza del atril de la sala de prensa de Moncloa. Parece que en cualquier momento va a saltar y a menear los brazos en una nueva estrategia de su partido que un día apostó por llevarla a bailar a El Hormiguero. Pero no. Esta vez no hemos visto a una Soraya en su papel de líder dicharachera o amiga de barra de bar, porque su partido ha elegido mostrar a la verdadera Soraya, la formidable parlamentaria, la poderosa vicepresidenta, conocedora de los entresijos del poder y autora de esos propios entresijos, con la gestión de esta legislatura incrustada en el cerebro.  Y probablemente no se hayan equivocado. Porque el ridículo que hubiera hecho un Mariano Rajoy cómodo ya en su papel de abuelo graciosete, como vimos en su visita a la casa del amigo Bertín, solo podría haber sido superado por su propia ausencia en el debate. Y por eso, sin embargo, apostaron los populares. Y precisamente por eso, porque no tenía nada que perder, Sáenz de Santamaría se erigió como una buena política, que incluso permitió presentarse en ocasiones como una maestra que enseñaba a los jóvenes inexpertos de su lado cómo se gobierna cuando el pragmatismo alcanza las ideas. Dosis de paternalismos y soberbia a un lado, Santamaría sostuvo un discurso coherente de lo indefendible: cómo hacer llegar el relato de que el PP que se presenta a las elecciones no es el mismo salpicado hasta el cuello de corrupción que hasta hace poco negaba lo evidente, ni es el mismo autor de los recortes más duros del Estado del Bienestar que se hayan visto nunca. Soraya supo salir esquiva de los momentos más difíciles del debate -optando en ocasiones por una retórica lacrimosa más propia de una escena hollywodiense que de un debate político- y se presentó como una líder en potencia, un recambio posible, un futuro a corto plazo o inmediato válido en el Partido Popular. Ganó Soraya en su propia carrera a no sabemos dónde, pero no lo hizo el gobierno, ni el partido, y mucho menos su candidato. PEDRO SÁNCHEZ Y EL ENEMIGO Pedro Sánchez no supo alejarse una vez más de una dialéctica con tintes impostados, que apuntaba a un ejercicio previo de memoria y repetición, impregnando de un toque mecánico el discurso que intentó lanzar al público y a los electores indecisos. El problema es que no consiguió activar un enfrentamiento con su enemigo natural, porque no consiguió mostrarnos quién era ese enemigo. Pues no dudaba en recordar la gestión de los populares cuando éstos le atacaban por la herencia económica, pero no por ello dejaba de lanzar una sonrisa cómplice a los comentarios de "esto es la nueva política" de Soraya cuando los emergentes-emergidos sacaban a escena el término bipartidismo. Quizás Sánchez no consiguió mostrarnos quién era el enemigo de la escena, porque éste reside en su propio partido. Parecía que el objetivo del madrileño era presentarse más como un líder fuerte y solvente a sus propios militantes; cualidades óptimas para la lucha por una secretaría general, pero insuficientes para un posible presidente del gobierno. Porque Sánchez sacó a escena un revuelto de temas poco fértiles, desfasados y poco sentidos. Salvo la cuestión territorial, donde se defendió bastante cómodo aunque sin especificar una vez más el proyecto federal de los socialistas -el tema de la corrupción se lo apropió acertadamente Iglesias al lanzar un "Luis, sé fuerte" a la vicepresidenta-, Sánchez se empeñó en repetir que era el heredero de aquellos socialistas artífices del estado del bienestar en los ochenta, y el único que podría derrotar a las derechas, pero no fue suficiente. Si una sincera Susana Díaz contestara quién ganó el debate, posiblemente dijera que lo ganó Ana Pastor. Lo cual generaría otro debate. PABLO IGLESIAS Y LA RETÓRICA Pablo Iglesias, por su parte, fue quizás el mejor Iglesias, porque fue el mejor debate de Pablo Iglesias, pero no el mejor debate de PODEMOS. Consiguió presentarse como un líder, estuvo acertado en la oratoria y en los temas, convenció que no es un personaje cansado, pero el discurso de la remontada no consiguió sustentarse en propuestas sólidas para una alternativa real de gobierno. Pudo convencer a los indecisos que esperaban abrazarse a él, y sin duda pudo conseguirlo con ese minuto final donde apeló a la alegría que caracterizó a las plazas que un día supo camelar con maestría. Utilizó acertadamente sus mejores dotes, pero la retórica sentimentalista eclipsó una vez más al proyecto. ALBERT RIVERA Y EL PATRIOTISMO Rivera, por su parte, no evitó mostrar cierta sintonía con la vicepresidenta. Una sintonía más tangible en las palabras de ella, que fue la que repitió en varias ocasiones "podemos entendernos", pero que de la que consiguió distanciarse con los ataques en la corrupción -del que junto a Iglesias, supo apropiarse, marginando a Sánchez- y con un discurso elaborado que supo construir con cifras, propuestas y hasta el apoyo material y periodístico de aquellos que llevan meses arropándolo en volandas. Pero no encontramos en sus palabras al líder que muchos esperaban, pues faltó más enfrentamientos a dos con la vicepresidenta y el líder de la oposición, coraje sin soberbia, y quizás menos nerviosismo en su gesto de adolescente impaciente por tomar el micrófono. No fue el mejor debate para Rivera, aunque fue un gran debate para Ciudadanos. Pero quedó clara su defensa de ese patriotismo constitucional teorizado hace años por Habermas, que defiende los valores constitucionales hasta elevarlos al Olimpo: un tema que puede robar votos tanto a PP como PSOE, con una postura insuficierte o incierta en este terreno, clave del éxito de la formación naranja desde las elecciones catalanas. MARIANO RAJOY Y EL FUTBOLÍN Termina el debate y una llamada rompe la bucólica escena de pijamas de cuadros de un Rajoy escondido en Doñana. Doñana, ¿dígame?, contesta el presidente, y escucha las palabras de Moragas. Mi capitán, nuestra vicepresidenta ha salida airosa, pero me temo que... Rajoy cuelga el teléfono, agita el mando del plasma presidencial y busca desesperado al primo Bertín en alguno de los canales públicos. Pero encuentra más debates, tertulianos enchaquetados y un himno unánime: la ausencia del presidente del gobierno demuestra un claro déficit democrático de nuestro ejecutivo. El teléfono vuelve a sonar. Es Soraya, que ha recuperado su teléfono. Pero Rajoy asiente, enciende otro puro, y saca la tablet donde desde hace unas semanas observa cada noche el programa que protagonizó con el amigo Bertín. Botones desabrochados en una muestra de hombría de bar de carretera, jamón del caro y palmaditas en la espalda. "Apura tú esta botella que no pienso guardar lo que sobra", le exige el amigo Bertín. "Eres un tío estupendo", concluye. Rajoy aumenta el volumen de su dispositivo al tiempo que persisten las llamadas. Y entonces, en la pantalla, llega el momento futbolín. El recuerdo de un presidente del gobierno que un día se escondió en su sofá presidencial y que sin saberlo, comenzó a presentarse como lo que fue dentro de la pantalla: un prejubilado melancólico.