No se dedicaron a hacer obras faraónicas en su pueblo para que sus vecinos supieran que no habían olvidado sus orígenes, pero siempre fueron muy conscientes de que eran precisas políticas de reequilibrio territorial para que, en estado del bienestar, comunicaciones y capital físico y social, el sur fuera un poco menos sur.

Felipe González y Alfonso Guerra eran en aquel remoto 28 de octubre de 1982 un tándem indestructible. En realidad, lo venían siendo desde el congreso socialista de Suresnes y aun antes, pero entonces no lo sabían. Las cosas entre ambos se torcerían irreparablemente a principios de la década de los 90, con el estallido del caso Juan Guerra como desencadenante pero en un contexto y con una marea de fondo que venía de tres años atrás, cuando la huelga general de 1988 materializó la traumática ruptura del PSOE con el sindicato hermano UGT.

Felipe se fue desligando de la cultura obrerista de Nicolás Redondo pero también de las exigencias orgánicas que encarnaba Alfonso, guardián de unas esencias socialistas que el pragmatismo gubernamental del presidente no es que las hubiera dejado atrás, sino que las interpretaba de forma muy distinta a como venía haciéndolo el vicepresidente y vicesecretario general del partido.

Los dos andaluces a quienes diez millones de españoles habían otorgado en 1982 unos poderes democráticos incontestables que las urnas renovarrían de nuevo mayoritariamente en 1986 y 1989 no ejercieron de andaluces de inmediato. La urgencia era hacer que España funcionara, no que Andalucía saliera de su postración histórica. La atención al terruño vendría después.

La percha política para ‘hacer lo que había que hacer’ fue la Exposición Universal de Sevilla de 1992, que posibilitó un despliegue de inversiones en infraestructuras no solo en la capital sino en toda Andalucía que probablemente no se hubiera producido de no estar gobernando los dos sevillanos. El AVE Madrid-Sevilla sería el emblema de la apuesta estratégica del Gobierno socialista por el sur: el trayecto ‘natural’ para el primer tren de alta velocidad era Madrid-Barcelona: todo el mundo habría estado de acuerdo; incluso los andaluces habrían estado de acuerdo.

Complementadas con políticas inspiradas en la idea socialdemócrata de la transferencia de rentas a las capas sociales más desfavorecidas, como lo era la masa de jornaleros sin tierra que pervivía en Andalucía y en menor medida en Extremadura, la apuesta de Guerra y González propició la transformación material de la región y la recuperación por los andaluces de una autoestima colectiva profundamente cuarteada por la larga historia de olvido, emigración y pobreza.

Al contrario que los gobernantes italianos que no supieron o no pudieron sacar al Mezzogiorno del atraso y la postración, Felipe y Alfonso sí parecían saber que solo una potente batería de inversiones del Estado podría reequilibrar la balanza del norte y el sur. La doble palanca del Gobierno de España y la Junta de Andalucía modernizó y transformó el territorio en unos términos y con unas magnitudes hasta entonces desconocidas para los andaluces.

No consiguieron su propósito al cien por cien, pero la Andalucía del siglo XXI se parece mucho más al norte español que al sur italiano, aunque las derechas políticas y mediáticas andaluzas siempre se resisiteron a admitirlo, pintando una y otra vez en sus periódicos y sus discursos una Andalucía subvencionada y pobretona que hace décadas que dejó de existir.

Una de las cosas buenas de la incontestable victoria electoral del PP es que, aun siendo la Andalucía de hoy sustancialmente la misma que la de hace cinco, diez o quince años, lo que las derechas dicen de ella no es que sea completamente distinto, es que es todo lo contrario. Como El Cid, Felipe y Alfonso han triunfado después de 'muertos'.