Albert con acento en la a, no en la e. Es norteamericano y se casó hace una semana con Miguel, que es medio sevillano, medio cordobés y hasta un poco vasco. El convite fue en el hotel Alfonso XIII de Sevilla, cuya clientela preferentemente millonaria detectaría, alarmada, en apenas unas décimas de segundo que aquel plebeyo gentío que se movía como Pedro por su casa en el patio central de su hotel durante los prolegómenos del banquete no era de los suyos, aunque no fuera peor, ciertamente, su paladar gastronómico, como ponía de manifiesto al apurar los platos de Sánchez Romero Carvajal, que, por imponderables logísticos, ese día ganó en desigual batalla la partida a los insuperables ibéricos del Valle de los Pedroches.

Debían decirse los ricachones alojados en el gran hotel lo que aquel distinguido parroquiano venido a menos que, sentado en su terraza de toda la vida, observaba con resentimiento a una familia de clase media devorar docena y media de gamba roja de Garrucha: “¡Qué asco de tiempos: hasta los pobres viven ya mejor que uno!”.

Ese sábado 21 de mayo, deambulada con libertad y desahogo por los salones pintureros del Alfonso XIII la misma Andalucía modesta, liberalota y peatonal que hace apenas unas décadas, pongamos que hacia los 80, habría llamado loco a alguien que le hubiera augurado que en el transcurso de 25, 30, 40 años ella, sí, sí, ella iba a asistir a dos acontecimientos históricos, cada uno a su manera: uno, comer y beber por todo lo alto en el mejor hotel de Sevilla como marquesones que nunca han dado un palo al agua y dos, asistir al enlace matrimonial de dos muchachos prósperos y bien plantados a quienes su condición de homosexuales seguro que les habrá dado más de un disgusto y más de dos, pero tales disgustos apenas habrán sido un pálido reflejo del sufrimiento, la infelicidad y la desdicha que les habría causado amarse en la España de hace no 200 o 300 años, sino 25, 30, 40.

El 21 de mayo de 2022 pululaba en el Alfonso XIII una España a la que, como dijo el otro, no habría conocido ni la madre que la parió. Habría, cómo no, entre los comensales, simpatizantes de todas las ideologías, aunque quizá con mayor presencia de gente de izquierdas porque en el pueblo originario de la familia del novio andaluz el rojerío es legión; aun así, a ninguno de esos invitados, ni siquiera al más torvo y conservador de ellos, parece que le disgustara, le incomodara o le escandalizara asistir a la ceremonia civil de dos hombres contrayendo matrimonio. Ceremonia civil, pero mucho más que eso: también ceremonia civilizada, también rito de la igualdad, emblema de la tolerancia, encarnación de la concordia y enseña de la libertad.

La ley del matrimonio homosexual que impulsó en 2005 el presidente José Luis Rodríguez Zapatero inauguró una nueva normalidad en el país. Contribuyó decisivamente a hacer de este país otro país. Ciertas leyes, como les ocurre a esas palabras que los lingüistas llaman performativas, tienen la cualidad de fundar una nueva realidad por el mero hecho de ser promulgadas.

Y como apenas faltan tres semanas para las elecciones andaluzas, cómo no advertir al improbable lector que los bárbaros acechan a la vuelta de la esquina. La España de cerrado y sacristía no se da por vencida. La ultraderecha y su ‘farsa monea’ Macarena de Graná pueden asentar sus reales en el palacio de San Telmo: cientos de miles de andaluces están dispuestos a votarlos el 19 de junio. Creen de buena fe que es bueno para Andalucía que Vox esté en el Gobierno.

Seguro que a muchos de esos votantes no les disgustan, les incomodan o les escandalizan las bodas entre personas del mismo sexo, pero muy probablemente no sean conscientes de que su voto libremente depositado en la urna es un voto contra la libertad, un voto contra la tolerancia, contra la concordia y contra la igualdad. Es un voto contra la civilización y es también, y he aquí lo más imperdonable, un voto contra la felicidad.

Ese voto a la extrema derecha es una impugnación de Albert, una impugnación de Miguel, una impugnación de sus familias y de sus amigos y una impugnación, en fin, de tantos hombres y mujeres a quienes Abascal, Olona y los suyos quieren imponer su concepción moral de la sociedad, como la impuso la España victoriosa del 39: la España de Franco dictó a sangre y fuego qué estaba bien y qué estaba mal; la España de Abascal, como la Hungría de Orbán, quiere hacerlo derogando leyes y arrasando instituciones cuyo único pecado es haber hecho más libres y felices a los habitantes de esa misma nación que los bárbaros salvapatrias tanto dicen amar.