He escrito ya varias veces sobre el concepto de “Identidad”, una palabra que siempre me ha parecido muy peligrosa, pues no tiene usos contemporáneos respetables. Pero lo cierto es que a día de hoy, visto la felona utilización que hacen muchos de la misma, es muy difícil no reincidir en el tema.

No hace tanto pudimos comprobar como en Francia y Países Bajos, los artificialmente estimulados “debates nacionales” sobre la identidad, fueron una endeble cobertura para la explotación política del sentimiento antiinmigrante, y una descarada estratagema para desviar las preocupaciones económicas, hacia objetivos minoritarios.

También Tony Judt nos recordaba como en la vida académica, de manera análoga, la palabra “identidad” tenía usos sospechosos. Los estudiantes universitarios, al menos en los Estados Unidos, podían escoger sobre toda una panoplia de estudios identitarios: “estudios de género”, “estudios sobre la mujer”, “estudios sobre asiáticos-americanos del Pacífico”… etc. Y que el punto flaco de todos estos programas paraacadémicos, no era que se concentraran en una minoría étnica o geográfica concreta, sino que alentaban a los miembros de esa minoría a “estudiarse a sí mismos”, negando de ese modo los objetivos de una educación liberal y, al mismo tiempo, reforzando las mentalidades sectarias y de gueto que, curiosamente, pretendían socavar. Los negros estudiaban a los negros, los gay a los gays, y así sucesivamente.

Como sucede a menudo – y no debería ser así – el gusto académico sigue las modas político-sociales. Hoy todos llevamos una especie de guión interpuesto a nuestra supuesta identidad: belgas-flamencos, ingleses-escoceses, españoles- catalanes, catalanes-nacionalistas, mallorquines-españolistas… En este mundo globalizado, mucha gente ya ni habla el idioma de sus antepasados, ni sabe mucho sobre su lugar de origen. Hace solo muy poco, que Puigdemont se enteró de sus raíces andaluzas y castellano manchegas. Pero al seguir los pasos de una generación de jactancioso victimismo, llevan lo poco que saben como una orgullosa placa de identidad, algo así como: uno es lo que sus abuelos sufrieron.

Este baño caliente, esta sauna de identidad, siempre me ha sido ajeno. Podemos ser subdivididos, según muchos sistemas de clasificación (escribía Giovanni Sartori). Pero la realidad es que nuestra existencia se caracteriza por pertenencias múltiples, por una “naturaleza plural”. Y sí, ya lo sé, es cierto: ser demasiadas cosas a la vez, puede en ocasiones resultar complicado. Pero es esa complicación la que vuelve al mundo interesante, y la que vuelve interesante nuestro estar en el mundo: ver con distintos ojos, hablar en distintas lenguas, cohabitar con ideologías diferentes, congeniar con distintas etnias, ser una cosa y ser otra, no una o la otra: la conjunción agrega: catalán y español, castellano y canario, europeo y cosmopolita. La disyunción cancela, suprime, empobrece.

Yo no estoy seguro de si soy visigodo, leonés, canario, francés o mallorquín. Y sin embargo siento con fuerza que soy todas esas cosas. Estudié en castellano en Madrid y aquí en Palma. Hablo algo de francés, catalán y castellano. He sido tildado de pensar e incluso escribir, como un “intelectual” españolista, un halago mordaz por cierto. Pero el españolismo casposo me deja frío, o me indigna. Es un club del que me sentiría felizmente excluido.

¿Y que hay de mi identidad “política”? Como descendiente de canarios progresistas, leoneses republicanos y franceses radicales, desde temprana edad adquirí una familiaridad superficial, con los textos marxistas y la historia del socialismo. Superficial pero suficiente, para estar vacunado contra las más desaforadas tensiones del nuevo izquierdismo de los años sesenta, mientras me asentaba con firmeza en el campo de la socialdemocracia.

Por los comentarios de algunos amigos a mis escritos, me da la impresión que me tienen por un dinosaurio reaccionario. Y puedo comprenderlos; suelo escribir sobre el legado de algunos políticos e intelectuales europeos, hace tiempo desaparecidos. Admito que no soy muy tolerante con la “propia expresión”, como sustitutivo de la claridad. Que contemplo el esfuerzo, como una pobre alternativa del logro. Me muevo en mis disciplinas, historia y política, como dependientes en primera instancia de los hechos, no de la “teoría”. Veo con escepticismo, mucho de lo que pasa por erudición histórica y política. Y sí, para las convenciones académicas y populistas imperantes, debo de ser un incorregible conservador.

Como socialdemócrata frecuentemente en desacuerdo con compañeros, que se describen a sí mismos como radicales, supongo que me debería servir de alivio, el familiar insulto de “cosmopolita desarraigado”. Pero no, porque lejos de sentirme un desarraigado, me encuentro muy bien arraigado en una diversidad de identidades, contrastantes entre sí. Procuro mantener las distancias con los “ismos” obviamente carentes de atractivo – fascismo, patrioterismo, chovinismo – pero también con las variedades aparentemente hoy más seductoras: nacionalismo, soberanismo, indepentismo. El orgullo nacional, el patriotismo – después de más de dos siglos en que Samuel Johnson lo planteara por primera vez – todavía me parece “el último refugio de los sinvergüenzas”.

Personalmente prefiero los “confines”: aquellos lugares donde los países, las comunidades, las lealtades, las afinidades y las raíces, se topan incómodamente entre sí, y donde el cosmopolitismo no es tanto una identidad, sino la condición normal de vida. Soy consciente de que puede haber algo de inmoderado, en la afirmación de que uno siempre está en el límite, en el margen. La mayoría de la gente prefiere no llamar la atención, pasar desapercibida. Si todos son independentistas, mejor ser independentista. Si todos hablan en castellano, mejor no hablar en catalán. Hasta en una democracia abierta, es preciso disponer de una notable testarudez de carácter, para actuar deliberadamente a contracorriente de la comunidad, especialmente si esta es pequeña. Pero si uno ha nacido en una intersección de identidades y culturas, y goza de la libertad de permanecer allí, eso me parece una posición decididamente privilegiada.

A diferencia del fallecido Edward Said, creo que puedo comprender, e incluso sentir empatía, con los que están a gusto amando fieramente a un solo país, y sólo a uno. No considero ese sentimiento incomprensible, simplemente no lo comparto. Pero, con la edad, esas lealtades fieramente incondicionales – a un país, a un dios, a una idea o a un líder – han llegado a aterrorizarme. La fina capa de la civilización – escribía Tony Judt – reposa sobre lo que bien podría ser, una fe ilusoria en nuestra humanidad común. Pero ilusoria o no, bien haríamos en aferrarnos a ella.

Me temo mucho que estamos adentrándonos en un tiempo muy problemático. No son sólo los terroristas, los banqueros o el clima, los que van a causar estragos en nuestro sentimiento de seguridad y estabilidad. La globalización misma será una fuente de temor e incertidumbre, para miles de millones de personas, que se volverán hacia sus líderes en demanda de protección. Las “identidades” se desenvolverán mal en las estrecheces, mientras los indigentes y los desarraigados, golpean en los cada vez más altos muros de las comunidades cerradas. Ser danés, catalán, español o norteamericano, no será sólo una identidad, supondrá un rechazo y una reprobación, de aquellos a los que estas excluyan. Habrá intolerantes demagogos en democracias establecidas, que pedirán tests – de conocimientos, de lengua, de religión, de cultura – para determinar si los desesperados recién llegados, merecen ostentar la “identidad” de franceses, belgas, españoles o catalanes. Ya lo estamos viendo. En este “espléndido siglo nuevo” echaremos de menos a los tolerantes, a los de los márgenes, a la gente fronteriza. Mi gente.

Pues eso.