Poco después de ser nombrada senadora por designación autonómica, cayó en mis manos un magnífico artículo escrito por dos profesores de Derecho Constitucional de la Universidad de Zaragoza –Carlos Garrido y Eva Sáenz- que calificaba al Senado como una Cámara “irrelevante y humillada”. Dejo ahora a un lado la mucho más amplia polémica sobre la relevancia o irrelevancia de la Cámara Alta para dejar constancia de que he sido testigo directo de la “semana del 155” y, en tal condición, he presenciado la humillación a la que ha sido sometido el Senado, el debate parlamentario y los más elementales principios del Derecho y del fair play

El desprecio al que me refiero tiene aún más relevancia puesto a reñir con la “historia” -entendiendo como tal lo que ocurrió hace apenas dos semanas- o, más en concreto, con lo sucedido el pasado 21 de Octubre. Parece que fue hace una eternidad pero sólo hace unos días el Presidente Mariano Rajoy anunciaba en comparecencia las medidas cuya autorización iba a solicitar al Senado a los efectos del artículo 155 de la Constitución Española y, en ese marco y no por casualidad, recordaba el proceder de la Mesa del Parlament de Catalunya durante los días 6 y 7 de Septiembre de 2017 que, en dos días, permitió la tramitación y aprobación de la ley de referéndum y de la ley de transitoriedad jurídica. Al respecto, Rajoy calificó la actuación de la Mesa del Parlament como “unos hechos sin precedentes en la historia de la democracia española”, mediante los que “se vulneraron los derechos de los diputados de la oposición” toda vez que “se modificó el orden del día, el plazo de enmiendas quedó reducido a nada”. La conclusión del Presidente no fue menos benévola ni rotunda: “el debate que allí se produjo fue un debate impropio de un sistema democrático”.

Hago mías las palabras del Sr. Rajoy pero se las aplico: a él, a su partido “popular” y a la Mesa del Senado, ese órgano que controlan y manejan sin oposición merced a un sistema electoral que le concede una mayoría absoluta con poco más de un 30 % de los votos. Y es que, tras haber padecido la tramitación parlamentaria del art. 155 en el Senado, tengo argumentos de sobra para afirmar que el atropello parlamentario al grupo de diputadas y diputados opositores del Parlament es equiparable al que hemos sufrido en un Senado cuya Mesa se ha encargado de que las medidas del Gobierno tuvieran carta blanca en un trámite sumarísimo en el que las garantías previstas en la norma resultaban incómodas para conseguir unos fines impuestos de antemano.

Concretando: entre los días 21 y 27 de Octubre, en el marco de la “tramitación” parlamentaria asistí, entre indignada y francamente triste, a un catálogo de desmanes jurídico-políticos completamente incompatibles con la trascendencia de lo que teníamos entre manos.

Para empezar, la Mesa del Senado en la que debía determinarse cómo iba a tramitarse el art. 155 se señaló para el día 21 de Octubre a las 13:00 horas, es decir, minutos después de la celebración del Consejo de Ministros que acordaba las medidas cuya aprobación se iba a solicitar a la Cámara. Pese a tratarse de una cuestión de trascendental importancia en la historia de la Cámara y afectar a los criterios según los cuales se debatiría el art. 155, la Mesa no consideró necesario convocar a la Junta de Portavoces –en la que estamos todos los portavoces de todos los grupos parlamentarios-  pese a que así lo exige el artículo 44 del Reglamento del Senado. Si podían hacer lo que les viniera en gana sin escucharnos, mejor. Sin escucharnos y sin leernos porque, sorprendentemente, el Registro del Senado se cerró hasta que finalizase la reunión de la Mesa. Estuvimos, a todos los efectos, fuera, sin poder siquiera sugerir la más mínima modificación de su hoja de ruta.   

No menos grave resultó ser el alcance de los acuerdos complementarios, y, en particular, uno según el cual “sólo serán admisibles los votos particulares que se presenten a la propuesta de la Comisión conjunta (…) que impliquen modificaciones o condicionamientos que alteren dicha propuesta”.

La redacción, aparentemente inofensiva, supuso, de facto, que sólo admitirían, para su defensa en el Pleno extraordinario, aquellas propuestas que no supusieran un veto o enmienda a la totalidad. En román paladino: no se nos permitió debatir sobre la procedencia de la totalidad de las medidas del Gobierno. O, utilizando las mismas palabras de la Mesa al resolver nuestra solicitud de reconsideración de su postura, “no caben - no cupieron- los votos particulares que manifiesten el rechazo global de la propuesta”. ¿Por qué? Porque sí. Porque el PP lo vale. Porque tiene mayoría absoluta para inventarse un procedimiento creado ad hoc que, pese a finalizar con la decisión más importante del Senado en toda su historia, tenía que acabar cuanto antes y con el menor ruido posible.

Por otra parte, no puede pasarse por alto que el Senado está constitucionalmente definido como una Cámara de representación territorial. Por eso, probablemente, lo más flagrante –por resultar, además, contrario a la literalidad y espíritu del Reglamento- fue la omisión completa del procedimiento previsto para el funcionamiento de la Comisión General de las Comunidades Autónomas que, según lo regulado en los arts. 56 y ss. del Reglamento, es la Comisión del Senado en que, sola o acompañada, debe capitanear el 155. Prescindiendo de estos preceptos, se impidió, por ejemplo, la posibilidad de que las senadoras y senadores de designación autonómica pudieran participar y tener derecho a voz.

Pero, claro, lo de escuchar, por ejemplo, a los senadores de designación autonómica iba a resultar muy largo y no había tiempo que perder. Ya se encargó la Mesa de fijar un calendario exprés de tramitación incompatible con oír nada ni a nadie. Ni oir ni leer a nadie porque esta necesidad de acabar cuanto antes y despachar la solicitud del Gobierno con la mayor de las celeridades y con el menor de los debates llevó incluso a que las enmiendas -o “aportaciones”, con la insólita nueva denominación que introdujo la Mesa- debieran ser formuladas de viva voz. El plazo para formular “votos particulares” –o sea, para oponerse a las medidas del Gobierno- no llegó a las veinticuatro horas y la resolución de dichos votos se delegó en el Presidente del Senado quien, en vivo y en directo y a medida que se iban presentando, iba denegando todos los votos particulares que suponían una rechazo global de la propuesta del Gobierno y admitiendo sólo los que no cuestionaban la mayor. Ante las quejas de distintos grupos parlamentarios, la respuesta de la Presidencia se redujo a un escueto “esto ya se ha debatido estos últimos días”. Si hubo debate, fue secreto y, desde luego, entre los elegidos porque hoy es el día en el que sigo sin saber a qué debate se refería Pio García Escudero.

El Senado, como institución, ha desaprovechado una oportunidad de oro para apartarse de la inaceptable interpretación de las normas parlamentarias de la Mesa del Parlament de Catalunya que le permitió silenciar a una incómoda oposición durante los días 6 y 7 de Septiembre. Los autodenominados partidos garantes de la legalidad han materializado un uso desviado de la Cámara para imponer unos plazos sumarísimos –adoptados así por un mero  criterio de oportunidad política- incompatibles con las garantías y el cumplimiento de la legalidad. Y, por si fuera poco y a diferencia de lo ocurrido en el Parlament -en el que los Letrados de la Cámara advirtieron alto y claro de las graves anomalías procedimentales- sus homólogos en el Senado -y en particular, el Letrado Mayor- actuaron como abogados defensores de la Presidencia de la Mesa.

Lo ocurrido es especialmente grave si nos atenemos a la ya tradicional definición del Senado como “cámara de representación territorial”. Si, en un contexto único en nuestra historia parlamentaria y en una materia de su exclusiva competencia, el Senado ha impedido consciente y deliberadamente dar voz a los territorios, habrá que concluir que el Senado ha actuado también en contra de la Constitución.  Los partidos garantes de la legalidad, en los escasos siete días que ha durado el “no-debate parlamentario”, han sorpassado a Carme Forcadell y dado la razón a quien adjetivaba el Senado como Cámara irrelevante y humillada. Irrelevante porque, para no haber hecho otra cosa que santificar lo acordado por el Gobierno, no la necesitamos; humillada como Cámara por el Gobierno, el primero en no guardarle el más mínimo  respeto.