La noche del sábado, las banderas arcoíris de Florida se tiñeron de rojo con la sangre de 50 víctimas y más de medio centenar de heridos. Un desalmado descargó sus frustraciones y sus complejos a través de un rifle de asalto en medio de un club gay, cuando estamos a punto de rememorar, a través del Orgullo Gay, que hace 47 años, en otro local de ambiente, el colectivo LGTB alzó la voz, harto de aguantar el repudio por amar a otras personas.

Aparte de la efeméride, la masacre no podía llegar en un peor momento para Estados Unidos, cuando el país se debate entre dar continuidad en la figura de Clinton a la moderación y el talante de Obama, o elegir a un payaso faltón cuyo único mérito es enfangar a la sociedad con el látigo del odio a todo lo diferente.

Con la sangre aún en las calles, Donald Trump ha dado otra prueba más de su escasa talla política al agitar aún más la islamofobia entre sus posibles votantes. El domingo, el día después del atentado, cambió el guión de su mitin para centrarlo en inmigración y terrorismo, que para él son dos partes intercambiables de la ecuación. Y el lunes, insinuó lo peor de Obama: “No se entera, o se entera mejor de lo que cualquier persona pudiera entender. O una cosa, o la otra”. Frase repugnante que sale por la misma boca que hace años sembró el rumor de que el presidente de Estados Unidos era musulmán. Como si eso fuese una tara.

Trump vuelve a prometer que prohibirá la entrada en Estados Unidos a todos los musulmanes, aunque eso no habría evitado que Omar Mateen se llevase por delante a 50 personas, a la vista de que era ciudadano estadounidense. Más daño hacen desde dentro escorias humanas como el vicegobernador de Texas, quien tras la matanza advirtió: “Nadie se burla de Dios. Se recoge lo que se siembre”. O la despreciable Iglesia baptista de Westboro, que se apresuró a celebrar que hubiera “50 pedófilos menos en el mundo”.

Mientras se debate sobre si el asesino es el último fichaje post mortem  del Estado Islámico o un homosexual reprimido y acomplejado; mientras se discute sobre si prohibir el acceso a las armas o controlar que no se vendan aquellas que matan de 10 en 10; mientras todo esto ocurre, no hay que olvidar que quien aprieta el gatillo no es musulmán o un extranjero, sino el odio en estado puro. Y el odio, como el fascismo, se cura leyendo. Pero desde luego, no desaparece sentándolo en la Casa Blanca.