En los últimos meses, España se encuentra inmersa en una intensa tensión institucional que pone en el foco las fronteras entre el poder judicial y el político. El procesado fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz –una figura cercana al Gobierno– se ha convertido en el epicentro de un enfrentamiento sin precedentes. El juez del Tribunal Supremo, Ángel Hurtado, lo ha citado por presunta revelación de secretos, por haber filtrado un correo electrónico que implicaba al novio de Isabel Díaz Ayuso, Alberto González Amador. Según Hurtado, existen indicios sólidos, pero amplios sectores periodísticos y jurídicos lo califican de injustificado e incluso falto de fundamento real.

El auto de procesamiento no solo judicializa una investigación sensible, también ha puesto en evidencia la instrumentalización judicial de asuntos de marcado calado político. La oposición ha exigido explicaciones y la comparecencia del presidente, mientras el Ejecutivo sostiene que se trata de una operación “política, más que jurídica” y denuncia la existencia de un claro ataque a la independencia de las instituciones.

Para el Gobierno, el caso no puede entenderse sin el contexto político: este es el mismo impulso legislativo que ha respaldado reformas emblemáticas en derechos laborales, vivienda y transición ecológica. Desde su perspectiva, quien pretende desacreditar a la Fiscalía también quiere erosionar al Ejecutivo. La portavoz Pilar Alegría ha reafirmado la confianza en García Ortiz y asegurado que no hay pruebas contundentes contra él, mientras voces como la periodista Esther Palomera subrayan que se está fraguando una ofensiva política amparada bajo una pantalla judicial.

Y ahí es donde irrumpen conceptos como “lawfare” o guerra jurídica. La definición utilizada por expertos aliados al progresismo describe el uso abusivo del aparato judicial para perseguir adversarios políticos. No se trata solo de una acusación retórica, sino de un fenómeno que sacude gran parte de América Latina y cuyo manual de instrucciones incluye estrategias como el enjuiciamiento preventivo, la utilización de filtraciones selectivas y la presión mediática oportuna.

Es en este contexto donde cobra especial relevancia la intervención del ex juez Baltasar Garzón. En el programa Mañaneros 360, Garzón no solo cuestionó la solidez de las pruebas presentadas por el juez Hurtado –llegando a calificar el auto como “déficit indicios” y carente de “ningún indicio directo, indirecto ni periférico” que justifique las acusaciones—sino que adelantó que la operación judicial podría derivar en una querella o denuncia contra el presidente Pedro Sánchez.

Garzón afirmó textualmente que “si no se ha presentado ya, estará a punto de presentarse… una querella contra el presidente del Gobierno… eso sería, la definición más clara de lawfare”. No se quedó ahí: añadió que “sería el ejemplo más claro de lawfare”, una advertencia tajante que enlaza la cadena judicial con el objetivo político de desestabilizar al Ejecutivo.

En este contexto, las declaraciones de Garzón, la ofensiva judicial contra García Ortiz y el creciente ruido político que rodea al presidente del Gobierno han encendido todas las alarmas. ¿Estamos ante una legítima actuación del poder judicial o ante una estrategia para desgastar políticamente a Pedro Sánchez desde los tribunales? La controversia está servida y la opinión pública dividida.

Encuesta
ENCUESTA: ¿Crees que el objetivo del lawfare judicial es Pedro Sánchez?
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. EP

Súmate a El Plural

Apoya nuestro trabajo. Navega sin publicidad. Entra a todos los contenidos.

hazte socio