Hay momentos que criban a los hombres de los llamados a ser héroes. Cuando a los mortales les tiemblan las piernas y la lógica apunta dirección al ocaso, la razón se vuelve irracional y la táctica deriva en esa anarquía que solo entienden los que han estado alguna vez en la tesitura de formar parte del recuerdo, de la historia, de ganarse el derecho a ser quien escriba las mejores líneas de la esquela del rival abatido.

En esa locura que solo los genios entienden es en la que se ha cimentado la historia del Real Madrid. Y este sábado es el día. Con todo en contra, las apuestas pecando de la inconsciencia de quien lo basa todo en un algoritmo y el mejor jugador del equipo contrario incendiando la previa con promesas de venganza, es el momento de lo etéreo, de la mística, de la combustión de una afición desprestigiada por aquellas que, habituadas al fracaso, animan para evitar la desesperación de apreciar como la historia se repite.

Qué difícil es ser antimadridista. Qué difícil es ver a Karim Benzema flotar sobre el verde, dejarse seducir por el exterior de Luka Modric, soñar con la templanza de Toni Kross, envidiar la seguridad de Thibaut Courtois y rendirse con la electricidad de Vinicius. Qué difícil es ver que cuando los pilares del madridismo flaquean, entra un adolescente llamado Camavinga a esprintar como un poseso con la cordura de un veterano para acabar saliendo del césped con la sonrisa de una estrella del rock, que Carvajal vuelve a ser Carvajal cuando menos se le espera y que Rodrygo, ese chaval que entra al campo con cara de no haber roto un plato en su vida, sale de él con el balón bajo el brazo y dando las gracias por la oportunidad.

París, Londres y Mánchester ya han sido testigos. Este sábado el Madrid vuelve a la ciudad de las luces, de la moda, del amor y el desamor, que como la victoria y la derrota no son más que parte del mismo proceso. La ciudad en la que Kylian Mbappé ha decidido quedarse quién sabe si por presiones o por falta de palabra. Lo hará con su once de gala, que, en Champions, en la mejor plaza de todas, es sencillamente el once del Real Madrid.

Porque cuando Guardiola hacía salir a los suyos enchufados de adrenalina y conocimientos, Ancelotti ponía un vídeo motivador. Porque cuando el resto no celebran porque tienen la vuelta de Champions a tres días, el entrenador del Madrid se lleva a los suyos a Cibeles para que sientan el alarido de que sí se puede, que siempre se puede, que hasta el final nadie baja los brazos y la muerte, en el madridismo, reinventa cualquier acepción filosófica. Para que veteranos y noveles aprendieran cómo se vive un sentimiento encarnado por Virgilio Moreno, quien a sus 87 años se saltó el cordón de seguridad para aplaudir desde primera fila al club de sus amores, al que le ha regalado tantas tardes de alegría y trece copas de Europa.

Porque una silla puede convertirse en símbolo del madridismo, porque la mezcla en la elegancia del puro de Carletto combina con el dueto de baile de Vinicius y Militao, porque cuando al entrenador del Madrid le preguntan sobre táctica, te dice que con un gordo no se puede hacer presión alta. Porque el Real Madrid es otra cosa, por más que los aficionados a la estadística y la pizarra reconozcan su propia debilidad ante la enésima muestra de su ridícula predicción.

Este sábado hay una nueva oportunidad de sembrar la semilla que hizo grande al club. Que la bandera blanca vuelva a reinar en el Viejo Continente, contra viento y marea, con un equipo que parecía estar condenado a servir de impasse ante tiempos mejores, contra los dólares de quienes rompen la meritocracia a golpe de billetera. "No sé si lo entendéis: lleváis en vuestras camisetas el escudo del Real Madrid", dijo en el 66 Santiago Bernabéu. "Nunca olvides, gallego, que para llevar este escudo, primero hay que sudar la camiseta", había indicado previamente, en el 62, Alfredo Di Stefano. "¿Qué daría por esta Champions? A mi hijo no, pero igual a mi mujer sí", reconocía entre bromas de las que hacen vestuario Federico Valverde. Sobran las palabras.