El colonialismo, tal y como viene definido en la Real Academia Española, consiste en un régimen político y económico en el que un Estado controla y explota un territorio ajeno al suyo. Las enciclopedias históricas suelen hacer hincapié en el objetivo del colonialismo al definirlo; aprovecharse de los recursos del territorio dominado.

Con la Edad Moderna (XV-XVIII) se llegó a institucionalizar el control de una zona ajena por otro país mediante la invasión y la asimilación. A pesar de que los griegos y los vikingos ya controlaron y conquistaron territorios lejanos a sus fronteras originales, fue con el descubrimiento de América en 1492 cuando este sistema se instauró a gran escala. Fue entonces cuando los imperios español y portugués se dividieron el continente americano imponiendo sus costumbres, sistemas y culturas a las colonias americanas. Otro gran ejemplo es el proceso colonizador que llevó a cabo Francia sobre África y que continúa teniendo consecuencias aún hoy, siendo uno de sus ecos la actual situación que se está viviendo en Níger.

Si bien uno de los principales rasgos del colonialismo es el uso de la fuerza militar para ocupar un territorio y someter a sus habitantes - utilizando argumentos como la civilización o la evangelización para justificar esa acción invasora - hay otras características que recuerdan de manera estremecedora a un proceso que tiene lugar por todo el mundo: la masificación turística. (Entiéndase el símil y no la equiparación).

Cobra especial relevancia, en este sentido, la influencia sobre la cultura y las costumbres que sufrían entonces los territorios colonizados y que experimentan ahora los distintos polos de atracción turística. Así, empiezan a ser los destinos los que se adaptan a los viajeros y turistas y no al revés, llegando a perder en ocasiones su autenticidad.

En ciudades como Venecia, la vivienda residencial o los comercios locales son una excepción, pues los canales italianos están plagados de tiendas de souvenirs o de alojamientos turísticos. Lo mismo ocurre en Santorini, en concreto en Oia uno de los pueblos con más encanto de esta isla del Egeo, que ha pasado a convertirse en un muestrario de hoteles y villas turísticas de lujo en el que no queda una casa para uso local.

Despliegues de puntos de venta de dispositivos de carga para móviles, cuyo fin es evitar que los turistas se queden sin batería, inundan las plazas y los adoquines en las callejuelas de las islas griegas - consecuencia directa de la actual ansiedad por mostrar una realidad adornada y calculada a través de redes sociales -. Una escena que rivaliza en lo sorprendente con el ingente intercambio de maletas que se lleva a cabo entre ferris y botes a las orillas de algunas playas tailandesas, fiel reflejo de un turismo salvaje.

No obstante, nadie verá a un griego o a un tailandés mostrar hastío ante la invasión de turistas. Al contrario, conscientes de que el turismo es el principal motor de la economía helena suponiendo más del 20% del PIB y de que en Tailandia o “el país de las sonrisas” supera el 15%, los locales tratan con excelencia al turista, al que en ocasiones parecen incluso servir. Utilizan además un inglés que querrían para sí algunos políticos europeos y llegan a chapurrear francés, español o italiano para agradar a sus visitantes.

Es más, muchos son los habitantes de estos países turistizados que se desplazan a las zonas más visitadas para servir a quiénes llegan a través de aviones y cruceros, tendencias que pueden llegar a recordar a los habitantes colonizados que en su momento fueron desplazados desde sus lugares de origen para servir a terratenientes y empresarios.

La masificación también deja huella en los precios de estos paraísos abarrotados, expulsando en muchas ocasiones a los consumidores originales. Una de las tendencias veraniegas más recientes en el Viejo Continente es ver a alemanes, británicos, irlandeses, belgas y franceses, con unos salarios muy superiores a los del sur de Europa, que pagan sin vacilar los precios prohibitivos de edenes mediterráneos, como Ibiza, Mallorca, la costa Amalfitana, o las Cícladas. Además, la mayoría de los ciudadanos europeos coincidimos en el periodo de vacaciones, el cual se considera como temporada alta y es el momento en el que los precios son más caros. Casualidades de la vida (o del capitalismo).

Una diversificación de las economías afectadas, pero sobre todo un control por parte de instituciones y organismos nacionales y supranacionales parecen buenos ingredientes para frenar el borrado cultural y el desgaste que la globalización y la viralización están produciendo en enclaves cada vez menos desconocidos. Eso o dejar que el uróboro de la masificación se coma a sí mismo, dejando que las multitudes de turistas supongan un anti-reclamo que los viajeros consideren para descartar un destino.